De Guerrero a Garibaldi, tu moch leit

Y se va de boleto a viajar en el metro,
que es la medida exacta de la soledad
y la forma más fácil de nunca llegar
a esos tantos millones de seres urbanos
extraviando la vida por las avenidas...”

Su Mercé

Guerrero.

Las puertas se abren y sale el chorizo de gente.
Salen, salen, salen, salen (no sé cómo chingaos cabe tanta gente adentro), salen, salen...

Abarrotan el andén y las escaleras. Siete personas me piden la hora; yo sólo sé que todos vamos tarde.

Yo quiero entrar, pero no puedo.
Me tenso.
Güeyes y güeyas intentan hacer lo mismo, pero a pesar de que bajaron como tres mil quinientos no cabe uno más.
Dudo y reculo.

Demasiado tarde.
Ya la amorfa masa humana empuja hacia adelante. Una fuerza colectiva y anónima se organiza para empujar hasta que entre el último.

Aprieto mi bolsa y mi nervio angustiado contra el pecho, y aflojo, para que la cosa juncie.
"No pasa nada, no pasa nada; aquí todo mundo se dirige a la chamba", me digo, pa'livianarme. Pero no puedo evitarlo. Frunzo las nalgas. Es un movimiento automático, histórico y natural. Así apretadita me siento segurita.

Huele a vanart, a leña ahumada, a prisa revuelta con güevo, a mochila de secundaria, a crema nivea, a pedo, a almohada, a esprey güet luk, a periódicos nuevos, a humedad humana, a tamal en la panza.

Me relajo.
Todos callados y serios nos reacomodamos mientras nos escaneamos.
"No pasa nada".

Garibaldi.
Se abren las puertas.
"Antes de entrar deje salir", reza la máxima metropolitana, pero la ansiedad obnubila el pensamiento y la civilidad, y un pulpo de brazos y piernas lucha contra nosotros.

Mística y física lógica se confabulan contra la lógica: si quiere salir empuje, si quiere entrar, empuje.

Pero, al final, la masa es siempre banda. Una ñora me empuja desde adentro mientras un ñor me jala desde fuera. Yo también jalo y empujo.

Salgo mayugada, pero completa (no como ese Día de la Danza, en Bellas Artes, que con el portazo hasta perdí un diente). Quiero dar las gracias. Demasiado tarde, ya no hay a quién darlas.
Me aliso la ropa y escojo un lugar estratégico para sumarme a la marea de gente.
Subimos arriba, como quien dice, y la cosa mejora.
Los senderos se bifurcan. Cada quien a lo suyo. Yo, a La Lagunilla.

En las escaleras, ya casi llegando a la superficie de asfalto, pasa un pendejo y me agarra las nalgas. Me paralizo. Me entumo de la sopresa. El güey sale corriendo y lo reconozco (iba en mi vagón). No sé qué hacer. Me emputo y le grito "¡pendejo!". Sé que si salgo corriendo y haciendo alharaca la banda de los puestos de afuera lo alcanza y se lo putea. Pero en lo que pienso todo esto pasan 5 segundos. Demasiado tarde.

El tipo de seis zancadas llega hasta arriba y desaparece. Me quedó ora sí que anonadada.

En la esquina de Allende pido un agua de alfalfa. De nada junció fruncir el bajo ceño en el vagón. ¿Y qué hago con el empute? Me lo como con limón, y me cago de la risa.

Me voy a la chamba, que ya es demasiado tarde.

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