2 crónicas sobre la vez que se encueraron en el Zócalo con Tunick
De cuando Sputnik (Spencer Tunick) nos sacó de órbita*
Por Anabel Cucagna Chagas
Cuando vi por primera vez una foto de Tunick y me enteré que formaba parte de una serie sobre la desnudez colectiva-anónima-urbana-internacional, supuse que México nunca sería incluido en ese catálogo. Nuestro uso del cuerpo no da para tanto, pensaba. Por lo general lo relacionado con la intimidad varía torpemente de la agresión al pudor, se cuela entre albures pero no se habla abiertamente. Pocos buscan experiencias nuevas que sacudan su vivir privado y menos aún son los que además no lo mantienen en secreto.
Mis prejuicios generalizadores no dieron carpetazo al asunto. Tunick venía a México este 2007 y su visita nos desafiaba. En un flash futurista me vi odiando al agente del Ministerio Público que justificaba mi violación por lo provocador de mi desnudo en la vía pública, así que me negué de inmediato a responder a ese llamado. Somos muchas las que caminamos a la defensiva por esta ciudad nuestra, esperando lo peor de los hombres que notan nuestra presencia solitaria y es que aunque contemos con anécdotas cómicas e incluso tiernas de los piropos que recibimos, el hecho mismo de que con tanta naturalidad seamos objeto del decir y hacer masculino nos es agresivo. Se añadía a esto la preocupación por sufrir la vileza de que me robaran la ropa y se hiciera realidad una de mis peores pesadillas. No estaba segura de que en un evento fuera de lo común la gente reaccionara de igual manera. Finalmente fue esa duda, esa falta de certeza, la que me animó a inscribirme, nos estaban convocando para colaborar con un artista, así que no había manera de asegurar qué pasaría. Tomé algunas precauciones, inicié campaña para conseguir acompañantes y propuse que todos lleváramos prendas de vestir extras.
En intercambios de razones para ir, pude comprobar que en primera instancia era una decisión que involucraba a la vergüenza, había que estar dispuesto a enseñar todo aquello que se disimula bajo la ropa: pelos, formas, cicatrices, flacideces y acumulaciones y carencias de grasa. Luego se pasaba al tema de la razón que tendrían los otros para ir y de las cosas que podrían pasar, que si no saldremos muy manoseados, que si no faltarán erecciones y fluidos, que si los polis no se propasarán, que qué raro encontrarse a los conocidos o conocer a alguien en esas condiciones. Ya después pensaba uno en el objetivo de la convocatoria y en qué opinión le merecía la obra de Tunick. ¿No recordaba un poco a las tomas de los restos del holocausto? ¿Trataba de resignificar al desnudo colectivo y anónimo frente a esas imágenes? ¿Lo conseguía? ¿Por qué todos los cuerpos con la misma pose? ¿Insinúa igualdad o masificación? Por otro lado, ¿No entraba en conflicto con las protestas sociales, esas que han utilizado la desnudez para dar una imagen a la impotencia provocada por la injusticia? ¿Estetizar al desnudo urbano implica despolitizarlo? Casi todas estas dudas me quedaron pendientes, pero terminé por convencerme de que una cosa es la experiencia del performance y otra la mirada del espectador ante las fotos ya firmadas; por último, la desnudez es un tema subversivo y valía la pena contribuir activamente a la polémica que generaba. Tunick había tenido una muy buena idea y el experimento social de ese día ocurriría gracias al pretexto de su foto.
Algunas noches previas al evento tuve un sueño que me dejó temblando todo el día: me habían operado contra mi voluntad, no sabía si era hombre o mujer antes de la operación, no sabía qué me habían cortado ni qué me habían puesto; al final descubría que tenía una inversión, habían convertido toda mi parte trasera en delantera; con mis manos palpaba una cara bajo mi pelo.
El sábado, a medida que anochecía, mi cuerpo se deformaba horriblemente en mi cabeza, todas las imperfecciones se magnificaban grotescamente. Al despertar, la euforia fue mi válvula de escape.
Fue inverosímil ver tantos cuerpos esa madrugada. Me había olvidado de que vivo en la ciudad más grande del mundo, tanto que a pesar de las complicaciones que implicaba estar en el centro a las 4:30 a.m. (tener carro, o un conocido con carro, o dinero para el taxi); de que había que ser mayor de edad y tener correo electrónico (no sé cuántas hayan sido las inscripciones de última hora en el lugar, pero no fueron la mayoría); de que hacía unos días un gran sector social se había manifestado contra el derecho a que la mujer decidiera sobre su propio cuerpo; de que a tantas personas les había parecido una locura o les daba lo mismo aquel evento, a pesar de todo eso, todavía quedaban entre 18 y 20 mil personas dispuestas a aparecerse ese día. No es que tengamos doble moral o que seamos paradójicos, como se ha dicho por aquí y por allá, es que nuestro Distrito Federal alberga a tanta gente, que alcanza para todo (no sé cuántos hayan venido de otros estados o países, pero tampoco fueron la mayoría). Ya estando en el lugar me reía pensando que lo multitudinario podía atribuirse al nacionalismo competitivo de intentar romper un record, seguro muchos se quedaron picados con eso de que en Barcelona fueron 7 mil los asistentes.
Lo que pasó estando desnudos no me lo esperaba. Que envidia me da Spencer, contemplar algo así más de una vez en la vida y para colmo ganar dinero con ello. Un mar de gente exhibiendo sus íntimas diferencias en la igualdad de la primera vez. El frío de la madrugada se alternaba con la calidez de la alegría común. Nunca había sentido tanta confianza ante tantos desconocidos, nunca lo masivo me resultó tan cómodo y amigable; éramos cuerpo, sólo cuerpo, colores y formas en variación infinita; parecían abolidas las jerarquías de cualquier índole. Singulares y anónimos a la vez nos mirábamos a más no poder, a los ojos también, como nunca lo habíamos hecho siendo transeúntes de ese mismo zócalo nuestro. Nos reconocimos cómplices entre risas, comentarios y gestos. Seguíamos las órdenes de quien nos había convocado, pero el placer de lograr algo en conjunto era casi algo añadido, sobretodo porque carecíamos de perspectiva, ignorábamos lo que captaba la lente desde las alturas y los más alejados del frente ni siquiera nos enterábamos de cuándo era la toma. Era increíble semejante comunión sin que hubiera desastre social de por medio, sin el filtro de la impotencia por la realidad o de la esperanza por una mejor, no fue necesario pertenecer a un equipo o escuchar la misma música para sentir ese vínculo que nos igualaba. Nadie se sentía extraño.
Después, el aterrizaje forzoso. Nos dividieron por género y una parte del cuerpo-todo quedó vestida, así que recordamos el poder del género. Cualquier otra división que confirmara una ya existente en la sociedad hubiera tenido el mismo resultado. El morbo y la incomodidad se reinstalaron y quebraron de golpe la magia de los momentos previos. La situación empeoró cuando la necesidad de protegerse generó varios brotes agresivos entre las mujeres, desde gritos y señas contra los hombres-mirones (los recién vestidos de un lado y del otro los militares que nos fotografiaban desde las alturas de Palacio Nacional) hasta acusaciones de imperialista dirigidas a Spencer. Las mujeres no tenían por qué quedarse calladas ante tal error organizativo, sin embargo para varias de nosotras era absurda esa reacción, no permitía que se tomara la última fotografía ni nos hacía sentir más seguras (se veía que los organizadores no tenían idea de cómo solucionar el problema y que los hombres no veían nada de impropio al tratar de acercarse con celulares en mano). Habíamos vuelto al México de todos los días, pero fue terrible caer abruptamente en el lugar común después de haber experimentado lo inédito de manera tan espontánea. El equipo de Spencer nos dividió y todos nosotros cedimos a la división sin oponer resistencia, no conseguimos mantener lo colectivo, ni siquiera en nombre de lo agradable que había sido. Es verdad que no fueron todos los vestidos los que nos acosaron cuando pasamos entre ellos para buscar nuestra ropa, pero eso no significó mucho. Podrían haberse vuelto a desnudar rebelándose a las indicaciones, o podrían haber formado una barrera de espaldas a nosotras y de frente a las cámaras; nosotras también nos podríamos haber organizado de algún modo para sacudirnos el miedo. Creo que el mal sabor de boca se debió con mucho a nuestra falta de imaginación, a no haber quedado inspirados por lo que acababa de pasar.
Con todo nos queda un muy buen recuerdo de ese par de horas intensas. Ojalá pudiéramos repetir con otros medios esa forma de relacionar a gran cantidad de personas al mismo tiempo, sin tener que desnudarnos cada vez tan literalmente.
El seis de mayo pasó mucho más de lo que podrá verse en las fotos de Tunik, pero para los que no estuvieron allí el encanto se terminó después de escuchar nuestro relato. Ahora que todos dejaron de preguntar, habrá que empezar a escribirlo.
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* No sé por qué no había posteado este texto de mi mejor amiga. Lo hago ahora, es tan suculenta la crónica que no importa que el evento al que refiere haya pasado hace mucho o poco. Y, para completar (al menos suponiendo que vale completar con la mirada de un masculino y 'fuereño') pongo la crónica de ese día de otro mi mejor amigo:
Zócalo desnudo
Por Leonardo Toledo GaribaldiEl sábado nos encontramos, habíamos llegado de distintas partes del país: Chiapas, Zacatecas, Veracruz y el DF. Herman@s, prim@s, novia, padre, tío... Acordamos llegar al Zócalo desde distintos lugares, a distintas horas, ubicarnos en lugares lejanos para no encontrarnos, para no vernos. Que nos mire el mundo, pero no los amigos, no la familia. "Y si nos encontramos, nos miramos a los ojos" era la consigna.
La compañía de radio-taxis colapsó. Salimos a buscar uno a las cuatro de la mañana. El que apareció no quiso poner taxímetro: "Les cobró uno y medio". Ese fue mi primer "¡pinches chilangos!" del día.
Las calles vacías ayudaron a llegar a tiempo. Al irnos acercando por eje central de pronto el taxista dijo "este tráfico está raro". Nos bajamos y caminamos por Madero entre muchos más que llegaban. Conforme nos acercábamos la masa crecía, todos con un gesto de complicidad y de nervio. Daba gusto encontrarse. En la entrada, un staff nos dijo: "los que tienen registro, por allá", y allá fuimos, a formarnos en una fila serpenteante que avanzaba lenta. Detrás de nosotros dejó de crecer y un gran grupo se empezó a amontonar frente a la entrada blandiendo sus papelitos. Empezaron a empujar y a meterse en la fila, desesperados por entrar. "Fórmense cabrones", pero mi grito se perdió y no tuve segunda de los demás formadosbienportados. La fila autogenerada y autogestiva perdió sentido frente a la efectividad del agandalle. "Pinches chilangos", pensé mientras me iba por otra calle y entraba al Zócalo tranquilamente.
La espera
Era como estar en el estadio de los Pumas, en CU. "¡Goooya, gooooya, cachún cachún ra ra, cachún cachún ra ra, gooooya, universidad!". Los ocurrentes gritaban sus mejores chistes, los no ocurrentes también lo intentaban pero el público los abucheaba o les hacía vacío. En los balcones del hotel se asomó una güera y la concurrencia empezó a gritar su leit motif del día: "¡Que se encuere, que se encuere!" y ella, ante tanto admirador, amenazó con hacerlo, pero prefirió regresar a su habitación. "¡Entonces que se encuere la abuelita!" gritaron a la anciana de la habitación-palco contiguo.
Seguía llegando gente. Los más rezagados eran recibidos con un "¡huevones!" de parte de los que estaban ahí desde las tres. Los organizadores, ya desde entonces sobrepasados, se mostraban nerviosos "¡Silencio por favor!" "permanezcan sentados" "recuerden que es una obra de arte, no una manifestación" "Les recordamos que deberán estar completamente desnudos". Unos empiezan a cantar, otros buscan a sus amigos, otros de plano de acuestan y dormitan. "Hola México" aparece Tunick detrás de nosotros, nervioso, preocupado por la inminente llegada del sol. Las últimas indicaciones. "Platiquen con sus vecinos, mientras que yo iré allá arriba y entonces contaré hasta tres para que se quiten la ropa, y entonces comience el arte".
La magia 1
Obedientes, comenzamos a platicar. La pareja de junto venía de Oaxaca, el señor de al lado nos habla de la energía del Zócalo "fui conchero dos años y aquí bailaba dos horas todas las tardes". Mi bolsa para la ropa se rompe y el conchero me regala una que trajo de su hotel, el Fiesta Americana. Al final, el señor de Oaxaca me dice "No sé cuántas cosas tengo que hacer en mi vida, pero sé que ésta era una de ellas y ya la puedo tachar". No sólo me voy a quitar la ropa, sino que también estoy hablando con desconocidos de cosas privadas.
La magia 2
En cuanto dice tres todos nos quitamos la ropa a gran velocidad, en sincronía. Chingue a su madre el diablo y viva villa. Podía planear todo menos eso, y fue sencillo, automático, sin miedo pero con frío. Ahí estábamos, lo habíamos logrado. Por eso el aplauso fue espontáneo, cada quien para si.
La magia 3
Estamos de pie, cada quien en su baldosa. Tunick pide silencio y todos obedecemos. El Zócalo de la ciudad de México en completo silencio, como nunca. Unas aves atraviesan la plancha en su primer vuelo del día. La magia se rompe cuando se escuchan los gritos de los que no pudieron pasar, los que de plano llegaron tres horas tarde y exigen su lugar.
La magia 4
Los gritos son espontáneos, sabemos quienes somos y de dónde venimos: "Norberto Rivera, el pueblo se te encuera", "voto por voto, casilla por casilla". Los colgados, los que llegaron tarde, también exigían su derecho, reclamaban por su exclusión: "foto por foto, desnudo por desnudo". Hay otros gritos, cuando toca acostarse en ese piso no tan bien barrido, muy frío, con agua, con hormigas, con "una cosa verde". Nadie grita en la posición piedra (fetal, dicen otros); todos contienen la respiración, murmullan, susurran... el craneo de cada quien está a veinte o treinta centímetros del trasero del vecino, hay que ser discretos.
La magia 5
Sin duda estamos en momento histórico, todos aplauden cuando se anuncia que se rompió el record (Dice Tunick: "en este momento no deben de estar muy contentos en España"). Unos gritan, como si a eso hubieran venido: "México, México", "Si se pudo". ¿No venimos a eso? ¿A qué venimos? Al final, un chileno anda por ahí preguntando razones. Igual la prensa. ¿Quién hace la historia? ¿El "artista"? ¿La "multitud"? (como la llama Pablo Ortiz, repitiendo el elitismo clasista de la crítica del siglo pasado). ¿O la pareja que se toma una foto frente a esa multitud? ¿O Favricio León, que toma la foto de la pareja frente a la multitud?
La masa no es masa. Quien conforma la instalación, el landart, sí, serán veinte mil, pero no son sólo veinte mil: es el don en silla de ruedas que vino de Veracruz, la gordita que cumplió años, los invitados a la boda, el peludo, el rapado, el fuerte que se aferró a su baldosa y por su culpa quedó un hueco frente al palacio, la que perdió su ropa, el que jugó futbol, el que se encueró para poder tomar fotos a gusto, la pareja de ancianos. No son todos, son cada uno.
Ahí estaban Karina, Bernardo, Valentina, Oscar, Mariana, David, Emiliano, Manuel... a unos los vi antes, a otros después, otros nomás me dijeron. Lo que agradezco es no haberlos encontrado.
El principio del caos.
Al final de las tres instalaciones programadas, nos mueven hacia la avenida 20 de noviembre. Es el principio del nuevo caos. El staff no sirve, los organizadores pensaron que con un megáfono sería suficiente para que escucharan los veinte mil. Nadie oye nada, nadie sabe nada. En lo alto del edificio del ayuntamiento un empleado de Marcelo nos mira con sus binoculares, escudriña, fisga, invade. "Algún día tendrás que bajar, culero", le dicen, le piensan. Él sonríe.
De lo sublime a lo guarro
Ya vestidos, nos asomamos a ver cómo iba la foto de las chavas. Mientras estuvimos ahí no sabíamos cómo se vería. Ahora podemos, nos asomamos y miramos la forma, cómo se acomodan muchos cuerpos para hacer un nuevo sentido. Aparece Tunick en su escalera y las chavas gritan como si fuera Ricky Martin (¿estas chavas le gritarían a Ricky Martin?). La foto tarda y nos vamos acercando para ver mejor. Nunca más en toda nuestra vida veremos tal cantidad de mujeres desnudas. Siguen siendo una masa, no hay detalle a esta distancia. Miro a mi alrededor y veo que la expresión ha cambiado. Ya somos muchos, todos vestidos, unos armados con sus cámaras, queriendo hacer su propio spencertunick. Pero algunos babean, ya tienen la mirada lasciva del chilangus detritus.
Las mujeres gritan "que se vayan". Unos nos retiramos, y conminamos a los demás, que ya no escuchan. Una sola chava del staff se dedica a retirarlos, una sola. Ahora ya no son piezas de arte, ahora hay de un lado mujeres y del otro una masa de acoso, babeante, armada, amenazante. No pueden evitar ser chilangos, ser hombres, ser mexicanos. "¡Pinche Tunick pendejo!" digo mientras me hundo en la impotencia de saber a hermanas, novia, amigas y demás a merced de las miradas y el deseo de "otros".
Recojo la bolsa de ropa de la novia, y camino de regreso. Me pongo enfrente de todos, esperando el final de la foto, para entregar de inmediato la ropa. Volteo y me doy cuenta de que somos muchos, cargando una bolsa de ropa de mujer, esperando. La mirada es distinta, es ansiosa, es preocupada, incluso asustada. Todos esperamos proteger a "nuestras" mujeres de esta bola de cabrones que hace unos momentos eran casi nuestros hermanos. Se acabaron los sesentas, la buena vibra. Somos quienes somos porque hacemos lo que hacemos.
¿Organización?
Alguien tenía que haberle advertido. Al final, el mal sabor del acoso nos ayudó a recordar dónde estamos. Una voz dice "seguro que en Suecia esto no hubiera pasado". ¿Será posible que quince mil suecos permanezcan impasibles frente a cuatro mil suecas desnudas?
Yo creo que no, pero seguramente allá nunca habrá tantas personas desnudas en un solo lugar como para poder comprobarlo. Y probablemente en Suecia o en Colombia o en Tailandia alguien habría conseguido más de tres bafflecitos para llenar la plaza, el staff no habría estado platicando en la banqueta mientras el caos se imponía, habrían conseguir un orador y un aparato de música para la espera, habrían instalado vallas para una entrada ordenada, no habrían dejado entrar a nadie hasta que todo terminara, en fin, tantas cosas que cualquier organizador de conciertos les pudo haber dicho.
Despertar del sueño
"Casi veinte mil... y ningún acarreado" dice Carmen. Norberto dice que no le tiraron ni una piedra a su catedral. Esteban Arce —quien por cierto, siempre ha sido un imbécil— le pregunta a Pliego, reportero de guerra: "¿Era necesario esto?" Pliego no sabe qué contestar. Lucero, la madre de mi querida Alicia, dice en un excelente colofón: "Pues por las fotos que yo ví los morenos brillaron por su ausencia. Los mexicanos liberados son puros güeritos".
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