La lengua de la emancipación, prólogo de Jacques Rancière sobe Jacotot
La lengua de la emancipación
por Jacques Rancière
Es preciso desconfiar de los títulos. El lector que, en la Bélgica o en la Francia de los años 1820, tomaba en sus manos un libro intitulado «Lengua materna» podía caer fácilmente en el error: en apariencia sólo se trataba de un método para uso de los maestros de escuela, enseñando cómo había que iniciar a los niños en la escritura, luego en la lengua y en fin en todo lo que constituía en esa época la enseñanza de los colegios, de la aritmética a la geografía o de la cronología a la retórica. El lector argentino de hoy podría, simétricamente, ver allí un testimonio sobre debates pedagógicos con dos siglos de antigüedad.
Y
sin embargo esta obra de apariencia inofensiva o anticuada contenía una
potencia de subversión cuyo eco resuena todavía en el corazón de
nuestro presente. Esta potencia se sostiene en dos palabras:
emancipación intelectual. En esto residen la apuesta del libro y la
potencia que lo anima. La obediente progresión de los ejercicios
propuesta a los maestros tendía hacia un sólo fin, hacia una
insurrección inédita destinada a derrocar la más radical de las tiranías
que se ejercen sobre los humanos: la que los declara incapaces de
servirse de su propia capacidad de pensar y de conocer. Pues, antes de
la tiranía declarada, evidente, que prohíbe a los individuos la libre
expresión de los pensamientos, existe la tiranía mucho más radical que
les impide concebirse enteramente como seres pensantes. Esta tiranía no
necesita de ningún aparato represivo ya que se identifica con un orden
de cosas que ella hace reconocer como evidente por aquellos mismos a los
que oprime. En efecto, ¿quién rechazaría constatar que existen sabios e
ignorantes, que los ignorantes no pueden aprender más que si los sabios
le enseñan su ciencia, que por ende los sabios deben adaptar su ciencia
a la ignorancia de los ignorantes, explicársela, partiendo de lo más
simple para ir paso a paso hacia lo más complejo, pero que el éxito
mismo de su esfuerzo depende de las capacidades intelectuales que la
naturaleza ha repartido desigualmente entre los alumnos? Este conjunto
de evidencias ha respaldado las prácticas de la pedagogía desde la noche
de los tiempos. El siglo en el que nació Jacotot había ampliado esta
visión de la progresión ordenada del saber en vista de la evolución
misma de la humanidad. El progreso de las luces hacía pasar a la
humanidad a la adultez. Pero lo hacía progresivamente. El pueblo
ignorante –el pueblo niño- estaba aún por detrás del progreso general.
Ese retardo hacía de él un animal inadaptado a las condiciones nuevas,
siempre susceptible de expresar esa inadaptación en reacciones funestas
para el orden social. Correspondía pues a las elites esclarecidas dar la
instrucción al pueblo, hacerlo acceder, paso a paso, al grado de saber
necesario y suficiente para que tome su lugar en la sociedad y en el
orden gubernamental modernos.
Es
todo este edificio el que trastorna el autor de Lengua materna, al
revocar su evidencia mejor admitida: la necesidad de que los ignorantes
aprendan mediante las explicaciones dadas por los sabios. Esta evidencia
es demasiado natural como para que algún razonamiento pueda jamás
quebrantarla. Es preciso oponerle hechos, hechos tales que sólo el azar
pueda producirlos. Y justamente en el caso de Joseph Jacotot el azar se
encargó de ello. Durante la Revolución francesa y el Imperio
napoleónico, él había enseñado, según el viejo método, todo tipo de
ciencias, de la retórica a las matemáticas y al derecho. Pero el retorno
de la monarquía lo había obligado al exilio en un país, Bélgica, por
entonces sometido a la dominación holandesa. La necesidad de comunicarse
con estudiantes que ignoraban el francés, en tanto que él mismo
ignoraba el holandés, lo había conducido a un procedimiento improvisado:
dar a esos estudiantes una edición bilingüe de un clásico de la
literatura pedagógica francesa, el Telémaco de Fenelón, pedirles que
aprendan una parte de memoria, leer el resto y resumirlo sirviéndose
únicamente de las palabras aprendidas en el mismo libro. El éxito
inesperado de esta experiencia azarosa había ido mucho más allá de lo
que esperaba. Un hecho hasta allí increíble se había impuesto para el
profesor Jacotot como para todo el mundo: es posible confrontando
simplemente un texto escrito en su lengua materna a un texto escrito en
una lengua desconocida, aprender no solamente el sentido de las palabras
de esa lengua sino sus formas de construcción y de expresión. Eso es
posible sin que ningún maestro asista al alumno y le explique, paso a
paso, la formación de las palabras de la lengua y las reglas de su
gramática.
Este hecho extraordinario obligaba a plantear una pregunta que, ella también, era impensable hasta entonces: ¿Para qué sirven entonces las explicaciones? ¿Para qué sirven si se puede aprender sin ellas? A pregunta impensable, respuesta igualmente impensable. Jacotot la formula así: las explicaciones no sirven para enseñar al alumno lo que no podría aprender sin ellas; sirven para enseñarle que no podría aprender sin ellas, sirven para enseñarle su propia incapacidad. La lógica «normal» de la pedagogía está destinada en primer lugar a esta demostración. Esta destinada a suministrar la evidencia de un mundo cortado en dos: existen aquellos que saben y aquellos que no saben. Pero esta misma evidencia se desdobla: no solamente define posiciones en relación a un contenido de saber que ciertos poseerían y otros no. La diferencia de tener recubre de hecho una diferencia de ser: existen aquellos que son capaces de avanzar por sí mismos sobre el camino del saber y aquellos que son incapaces de ello, que necesitan ser guiados, que solamente aprenden con la ayuda de un guía que sabe algo más, algo de otra naturaleza y que conserva el secreto de su superioridad: sólo él sabe la manera en que es preciso aprender. El sabio maestro promete a su alumno que hará de él su igual transmitiéndole su ciencia. Del mismo modo, las elites prometen al pueblo que él mismo ejercerá su poder cuando esté instruido. Pero esta promesa de igualdad es el medio de reproducir indefinidamente la desigualdad, de asegurar el poder perpetuo de aquellos que se arrogan el privilegio de saber de dónde hay que partir, a dónde hay que llegar, por qué vías y a qué velocidad. El arte de la pedagogía es el de reproducir indefinidamente la distancia, es decir la desigualdad, que pretende suprimir.
Todo
está dado desde el punto de partida. Todo está dado por el punto de
partida, por la situación inicial, aparentemente indiscutible, que el
sabio maestro se da: aquella que consiste en comenzar por el comienzo.
La cosa parece ser obvia y parece conducir por consecuencia al método
que va de lo más simple a lo más complejo. Ahora bien es allí que reside
el engaño inicial. Pues el ser que se supone virgen, al que el maestro
se propone dar los primeros elementos del saber, ya ha comenzado hace
mucho tiempo a aprender. Es por eso que la cuestión de la «lengua
materna» está en el corazón de la relación entre tiranía y emancipación.
El gesto inicial de la tiranía es en efecto olvidar que el niño que
ella «comienza» a instruir ya ha hecho el más difícil de los
aprendizajes: el de comprender los signos intercambiados por los seres
humanos alrededor suyo y apropiárselos a su uso para hacerse comprender
por ellos. Lo hace según su propio método que es el método de todo ser
parlante: no comenzando por el comienzo, insertándose en el tejido de
una circulación que siempre ya ha comenzado. Él se ha hecho un lugar en
el tejido común, observando, escuchando, comparando, repitiendo,
improvisando. Lo propio de la tiranía educativa es anular este primer
aprendizaje, devolviéndolo a la nada cotidiana de la rutina y el azar.
Se trata de producir de este modo el sujeto del que tiene necesidad, el
ignorante, separando al joven sabio de lo que sabe. No hay, dice ella,
más que un único método que vale, el que aparta todo azar, toda
percepción simplemente empírica de relación entre las cosas y los
signos, a fin de definir un camino necesario para adquirir los
conocimientos en su lugar dentro del orden del saber, en el buen
momento, comandado por la lógica del aprendizaje.
Un
progreso tal no puede ser evidentemente más que la progresión de su
punto de partida: del foso cavado entre el sabio y el ignorante a través
de la anulación del saber de éste. Es por eso que la pretendida
progresión del aprendizaje es sobre todo una sucesión de re-comienzos.
Comienza por la obligación de que el alumno parta de ese «b-a/ba» que ya
ha sobrepasado hace largo tiempo; continúa con la división de las
disciplinas que supone para cada una su único camino para tomar en un
único sentido; con la separación de los maestros que aparecen como
detentadores del único saber propio a esas disciplinas: con la división
de los años escolares y la sucesión de los manuales que constituyen
otras tantas nuevas partidas, otras tantas «virginidades», es decir
incapacidades del alumno incesantemente reproducidas.
Es
por relación a esta lógica del atontamiento que los ejercicios
aparentemente anodinos de Lengua materna adquieren todo su sentido.
Abramos la primera lección: se pone bajo los ojos del alumno la primera
frase del Telémaco. Se le encomienda repetir: «Calipso, Calipso no,
Calipso no podía…». La pedagogía esclarecida no dejará de plantear la
pregunta: ¿en qué es más emancipador aprender palabras de memoria así
que repetir «b-a/ba»? La respuesta es simple: «b-a/ba» no dice nada a
nadie. Comenzar por «b-a/ba» es comenzar por un fragmento que no tiene
otra función que la de esbozar una cierta totalidad, la totalidad tras
la cual el alumno correrá siempre, siempre en retardo en relación al
maestro. En cambio, «Calipso no podía consolarse de la partida de
Ulises», no es el elemento de una maquinaria pedagógica; es una frase;
una frase de novela destinada a ser leída; una frase que presupone que
aquel que la lee es capaz de entenderla sin explicación, que pertenece
al mismo universo de lenguaje que aquel que la ha escrito. Es una frase
semejante a todas las que el niño ha aprendido a descifrar escuchando
alrededor suyo. Para él no se trata pues más que de continuar sobre la
ruta ya comenzada, con los mismos medios utilizados hasta ahí.
La
diferencia, de seguro, es que la frase está escrita. Pero existen
justamente dos maneras de ver la escritura. El método de los educadores
–de los tiranos- hace de ésta una alegoría de la barrera que separa la
ignorancia del saber, un enigma indescifrable para el niño, en tanto que
el explicador no haya disipado su oscuridad. El método –el anti-método–
Jacotot hace de ella una superficie dos veces semejante a lo que el
niño es capaz de conocer: semejante en tanto dice en el lenguaje hablado
que él domina, semejante en tanto muestra a través de imágenes que el
niño ha aprendido a reconocer. Desde entonces ya no se trata de saltar
de la ignorancia al saber; sólo se trata de poner en relación dos
competencias, comparar una cosa que él conoce a una cosa que ve. De allí
la importancia de el libro, el libro único sobre el cual debe hacerse
todo su ejercicio. Poco importa Calipso seguramente. Podría ser
cualquier personaje, cualquier libro. El punto de partida es
indiferente. El punto de partida de la emancipación es, en efecto,
comprender que no hay punto de partida del saber. No se trata más que de
continuar el camino ya comenzado. Lo que es nuevo, lo que comienza un
proceso nuevo, es tomar conciencia de esto, es afirmar su capacidad de
conquistar con las mismas armas el territorio de los signos escritos que
se suponían inaccesibles a las inteligencias infantiles o populares.
Poco importa Calipso. Lo que importa es el ejercicio que consiste en
apropiarse una cosa, un texto, un todo cerrado que se pueda tomar en la
mano. Es observar la forma de cada palabra, el trazado de cada letra,
transformar la observación de cada trazo de signos sobre papel en una
competencia para hablar; es disipar la autoridad del discurso del
maestro, del meta-discurso, aprendiendo a hablar de lo que dice un libro
con las palabras del libro. Es poder leer siempre lo nuevo en lo que ya
se ha adquirido, poder siempre verificar lo que se dice con la ayuda de
esta cosa que tenemos a la mano.
Claramente,
se trata de algo distinto a recetas de cocina pedagógica. Un «método»
no es un conjunto de procedimientos. Es una manera de marchar. A cada
paso, es el sentido de la marcha lo que cuenta. Existe en efecto una
elección inicial e irreversible entre dos modos de marchar: se va de lo
que se ignora a lo que el maestro sabe, o se va de lo que ya se sabe a
un nuevo conocimiento; se verifican incapacidades o se verifican
capacidades. Se hace referencia al saber que viene de arriba o al que se
puede mostrar con el dedo. Tomar con las manos, ver, comparar, decir lo
que se ve, mostrarlo en el libro, repetir lo que se ha dicho: todas
esas operaciones parecen ser sólo recetas empíricas. Pero lo que su
ensamblaje trastorna es de hecho el sentido mismo de la «empiria», la
tradicional división de lo sensible que separa el mundo en hombres de
saber y de cultura y en hombres de empiria y de rutina. Ver, decir lo
que se ha visto, repetir, se supone que es lo propio de las
inteligencias no formadas, las del pueblo y las del infante. El niño, se
dice, ve sin comprender la razón de lo que ve, habla sin tener la
ciencia del lenguaje; del mismo modo el hombre «mecánico» repite por
rutina adquirida gestos cuyas razones físicas y fisiológicas ignora. A
esto se opone, de seguro, la ciencia de aquellos que comprenden las
razones del decir, del ver y del hacer. Ahora bien los ejercicios de la
educación universal llegan para revocar esta división: el ignorante que
ve, compara y repite pone en juego la misma razón que el sabio, la que
pone en evidencia relaciones, forja hipótesis e instituye experiencias
para verificarlas. Verifica que no hay dos formas de inteligencia
apropiadas para humanidades diferentes sino una sola y misma
inteligencia común a todos. El alumno que justifica sus palabras
mostrando en el libro lo que en él ha visto, lo que le permite decir de
él lo que dice, establece una relación entre las capacidades de ver, de
decir y de saber que revoca las divisiones de las que hacen uso los
«tiranos» para asegurar su privilegio. La gran astucia de éstos es
separar las capacidades para poder oponerlas, jerarquizarlas y legitimar
así su superioridad. Por eso, poco importa que se contradigan. Lo más
frecuente es que estigmaticen la vista como el órgano que pega las almas
simples en la materialidad sensible inmediatamente dada. Oponen a sus
ilusiones el trabajo del pensamiento que se sirve de las palabras para
analizar y juzgar. Otras veces, a la inversa, condenan el parloteo de la
palabra perdida en las futilidades de la comunicación o en los
artificios de la retórica. Oponen a esto la rectitud de la intuición
intelectual que observa la cosa en sí misma, la cosa en su esencialidad
ideal. Pero condenen las ilusiones de la vista en nombre de la razón del
discurso, o condenen los artificios de la palabra en nombre de la
contemplación de la Idea, siempre es el mismo mecanismo el que está en
juego. Se trata de asegurar la evidente oposición de dos inteligencias,
de dos humanidades. En la pequeña palabra Calipso, en la manera en que
inicia el proceso de otro aprendizaje, existe ya la inversión de esta
presuposición que armoniza el orden del conocimiento transmitido con el
de la dominación.
Las
autoridades del saber no se han equivocado al ensañarse contra el autor
de Lengua materna. Lo que se ponía en cuestión allí no era una querella
sobre las mejores maneras de enseñar a leer y a escribir. Era el orden
de la dominación. El viejo revolucionario Joseph Jacotot se había vuelto
sin dudas escéptico sobre las virtudes de las asambleas y sobre las
posibilidades de la revolución política. Pero la otra vertiente de su
escepticismo respecto de las instituciones, era una radicalización del
pensamiento de la igualdad. El derrocamiento de la tiranía no era asunto
de leyes a hacer votar por asambleas. Se iniciaba en lo más próximo y
profundo de la experiencia, en el corazón de todo proceso de
aprendizaje, de toda situación de comunicación. La tiranía más esencial,
la que comanda a todas las otras es la que liga a los hombres a través
de la opinión de la desigualdad de las inteligencias. Pero esta tiranía
es posible abolirla desde ahora, no importa dónde. Es posible anunciar
esta «opinión» asombrosa y verificarla, transformarla en hecho: todos
los hombres tienen una igual inteligencia. Todos son capaces de aprender
solos a partir del momento en que aprenden algo y relacionan a ello
todo el resto.
Los obreros, los hombres del pueblo a quienes llegaba esta afirmación sorprendente eran capaces de comprender de inmediato su sentido y lo que allí estaba en juego: comprendían en efecto que su problema no era, como numerosos «sabios» se lo imaginan aún hoy, adquirir la ciencia del proceso social para comprender su situación; consistía en reconocerse y en afirmar capacidades de ver y de sentir, de decir, de comprender y de hacer semejantes a las de aquellos que los tenían sometidos. Es esto lo que entenderán ante todo por el verbo «emanciparse»: revocar las maneras de ser, de decir, de ver y de hacer que los adaptaban a su posición subalterna; desarrollar en ellos capacidades que los hicieran entrar desde entonces en un mundo nuevo de igualdad intelectual y sensible, oponer, aquí y ahora en cualquier circunstancia, los resultados de este mundo de la igualdad a los del mundo de la desigualdad.
Esta
exigencia no es un asunto del pasado. La historia de la emancipación
intelectual no es un tema de pedagogía de la escuela primaria. Pero no
es tampoco un cuento fabuloso del tiempo de las grandes esperanzas en la
revolución social. Lo que la emancipación intelectual enseña también es
a rechazar las razones que se reclaman de la evolución ineluctable de
las sociedades. El tiempo de Jacotot es actual como es actual el combate
a todo instante renovado entre las dos lógicas de la igualdad y de la
desigualdad. Pues la predicción de Jacotot se ha revelado exacta. Era
preciso, decía él, escoger entre dos ideas de la igualdad: la que se
afirma aquí y ahora como una presuposición a verificar, y la que se
repele hacia el futuro como una meta a alcanzar a través del progreso de
la civilización y la labor de la Escuela pública. Quien hace de la
igualdad un fin refuerza de seguro la maquina desigualitaria. De seguro
hace de las instituciones de la educación instrumentos y a la vez
alegorías de la desigualdad, de la desigualdad cubierta con los
ornamentos de la igualdad. Nosotros podemos verificar esta predicción
todos los días: pasado el tiempo de las grandes promesas de igualdad por
venir, los mecanismos de la progresión escolar sirven para reforzar la
asimilación siempre más estrecha de la lógica de la dominación a la
lógica de la pedagogía explicadora. La sociedad pedagogizada con la que
Jacotot nos amenazaba es la que hoy nos gobierna. No son solamente los
profesores y los manuales los que explican, son todas nuestras
instituciones, nuestros ministerios, la miríada de comités y comisiones
de todo tipo que ellos nombran, pero también nuestros diarios, radios y
televisiones que son investidos en la tarea sin fin de explicarnos
cualquier cosa, de las necesidades del mercado mundial a los diversos
hechos, de las tendencias profundas reveladas por los últimos sondeos de
opinión a los abismos psicológicos y sociales revelados por el menor
«fenómeno de sociedad». Este gigantesco sistema de explicaciones trabaja
sin tregua para separarnos de lo que vemos y de lo que hacemos,
transformando cualquier cosa en un enigma que necesita del auxilio de
expertos y comentadores en cualquier materia. Cada vez más nuestros
gobiernos y nuestras clases dominantes se presentan como nuestros
pedagogos: nos explican hasta qué punto las cosas son complicadas y que
sólo ellos pueden tener éxito con su complejidad. Cada vez más las
razones del poder se identifican con las de la ciencia y el deseo de
resistir a ellas es asimilado al comportamiento de los ignorantes.
Por
eso es necesario releer a Jacotot. Pues sus escritos no nos hablan de
los problemas de la educación en la Europa del siglo XIX. Nos hablan de
la manera en que hoy se ejerce la dominación global de las potencias
económicas y estatales. No se dirigen simplemente a los docentes y a los
especialistas en pedagogía. Se dirigen a todos. Su fin no es enseñarnos
las buenas maneras de enseñar. Es llevarnos a enfrentar la lógica
global de la dominación. Es invitarnos a imaginar la posibilidad
asombrosa de un mundo fundado no sobre el privilegio de elites
auto-declaradas expertas sino sobre el reconocimiento de la capacidad de
todos.
tomado de: Lobo suelto
editado por: Editorial Cactus - Argentina
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