La freakeidad y el itaquismo o de cómo descubrí que el hoyo negro es siempre más grande al hueco que haces cuando rascas la pared
No mamemos.
Todos somos freaks.
Chingo de cuestiones obscuras que nos ladillan inconscientemente. Pura papa caliente que lanzamos hacia el hoyo negro.
Como cuando era chiquita y desayunaba güebo a güebo. Lo que es ser principiante.
Me iba al kínder en el auto con la Tía Tita, pero ella era siempre la última en subirse al coche. Nomás lo encendía, nos subía, y regresaba a terminar de maquillarse, desayunar, hablar por teléfono, recoger los exámenes, regañar a alguien. Estaba yo esperándola con el bocado de güebo obligatorio. sin masticar y sin moverme. Calculaba los minutos, y sigilosamente lo depositaba en mi boca para despúes arrojarlo al vacío. Un hueco que había en el lado derecho –del asiento de atrás de nuestra brasilia amarilla. El güebo desaparecía. Aquello era el hoyo negro.
Nunca me enteré si me descubrieron o no, pero no recuerdo si alguna vez me regañaron. Ya más grande, descubrí que el hoyo negro nomás está en la mente. Porque la Cecilia estaba bien morrita cuando me enseñó su hoyo negro, y no es albur.
Nos orinábamos de a tiro por viaje. Nos carcajeábamos hasta las lágrimas. Pero como ya nos la tenían sentenciada sus papás, y, bueno, yo ya era más o menos mayorcita, el “ejemplo a seguir” de la primada... además de muy púdica....entonces me daba pena orinarme. Total que un de tantas nos orinamos las dos a más no poder y echamos nuestros calzones al hoyo negro del clóset, para desaparecer la evidencia del delito.
Me acuerdo que era un clóset lleno de juguetes, abajo, con sacos y vestidos de mí tía, arriba. En el fondo, junto a la cajonera, podías abrir –con muchos trabajos para pasar— (mi prima era la única que cabía) la otra puerta del clóset. Ahí no había más que oscuridad.
Un lugar perfecto para desfacer tus entuertos. De todo tirábamos ahí. Calzones, comida, adornos rotos; materia incriminadora, pues.
Los tíos lo encontraron. Y es que olía bien feo. A muerto de 6 días. Se sentaron en el piso a sacar todo. Hasta que llegaron a lo más profundo del abismo. Había ahí una casi masa de materia orgánica e inorgánica en descomposición. Fue horrible. Nos pusieron una putiza de regaño.
Entonces, a mis ocho años tuve una certeza: las cosas no desaparecen. Después relacioné eso con la idea de los hoyos negros, y tuve la certeza empírica de que no existían.
Pero.
No pasó mucho tiempo y descubrí el lugar de los hoyos negros. Tiene Usted su casa ahí en el hoyo negro, joven. Nomás que hay que llevar linterna. No es fácil adquirir una. En tiempos de escasez luminotécnica, lo que hay que hacer es aflojar y cooperar. Soltar el cuerpo, cerrar los ojos. Una vez caído en los brazos de Morfeo, y si el atracón de tacos no se puso desestabilizador, hace un silencio grave y sólido que apaga la luz. Las luciérnagas hacen una coreografía de cabaret y abren el telón. Y, de vez en cuando, aún cuando olvidamos todo al despertar, se aparecen como por arte mágico casi todas las cosas que echamos a nuestros hoyos negros personales. Hay habitamos y somos otra cosa. No estoy segura, pero creo que con lo que ahí encontramos alimentamos a nuestros licántropos, hadas, duendes, monstruos, dragones y lestrigones. No estoy segura, pero creo que somos menos bellos y cuerdos de lo que pensamos. Pero que al mismo tiempo somos seres raros, locos, obscuros, interesantes, contradictorios, olorosos... como la masa esa que salió un día, hecha de calzón, plástico, papel, arroz y moco. Alebrijes vomitando soluciones alquímicas en calles con gente. Plazas públicas de puro personaje de atar. Yo lo coloco y tú loquita. Así. Y no que no haya sentidos. No mamemos. Si la tierra es redonda o plana no importa. Hay que hacer rutas.
Construir barcos, trenes, aviones.
Ir a donde hay que ir. Recorrer ciudades invisibles.
Rapelear en las paredes resbalosas de los hoyos negros y los cenotes verdes. Y los otros senotes también.
Navegar para mover el mar. Que las ítacas signifiquen, ¡chinga!
El freak.
Todos somos freaks.
Chingo de cuestiones obscuras que nos ladillan inconscientemente. Pura papa caliente que lanzamos hacia el hoyo negro.
Como cuando era chiquita y desayunaba güebo a güebo. Lo que es ser principiante.
Me iba al kínder en el auto con la Tía Tita, pero ella era siempre la última en subirse al coche. Nomás lo encendía, nos subía, y regresaba a terminar de maquillarse, desayunar, hablar por teléfono, recoger los exámenes, regañar a alguien. Estaba yo esperándola con el bocado de güebo obligatorio. sin masticar y sin moverme. Calculaba los minutos, y sigilosamente lo depositaba en mi boca para despúes arrojarlo al vacío. Un hueco que había en el lado derecho –del asiento de atrás de nuestra brasilia amarilla. El güebo desaparecía. Aquello era el hoyo negro.
Nunca me enteré si me descubrieron o no, pero no recuerdo si alguna vez me regañaron. Ya más grande, descubrí que el hoyo negro nomás está en la mente. Porque la Cecilia estaba bien morrita cuando me enseñó su hoyo negro, y no es albur.
Nos orinábamos de a tiro por viaje. Nos carcajeábamos hasta las lágrimas. Pero como ya nos la tenían sentenciada sus papás, y, bueno, yo ya era más o menos mayorcita, el “ejemplo a seguir” de la primada... además de muy púdica....entonces me daba pena orinarme. Total que un de tantas nos orinamos las dos a más no poder y echamos nuestros calzones al hoyo negro del clóset, para desaparecer la evidencia del delito.
Me acuerdo que era un clóset lleno de juguetes, abajo, con sacos y vestidos de mí tía, arriba. En el fondo, junto a la cajonera, podías abrir –con muchos trabajos para pasar— (mi prima era la única que cabía) la otra puerta del clóset. Ahí no había más que oscuridad.
Un lugar perfecto para desfacer tus entuertos. De todo tirábamos ahí. Calzones, comida, adornos rotos; materia incriminadora, pues.
Los tíos lo encontraron. Y es que olía bien feo. A muerto de 6 días. Se sentaron en el piso a sacar todo. Hasta que llegaron a lo más profundo del abismo. Había ahí una casi masa de materia orgánica e inorgánica en descomposición. Fue horrible. Nos pusieron una putiza de regaño.
Entonces, a mis ocho años tuve una certeza: las cosas no desaparecen. Después relacioné eso con la idea de los hoyos negros, y tuve la certeza empírica de que no existían.
Pero.
No pasó mucho tiempo y descubrí el lugar de los hoyos negros. Tiene Usted su casa ahí en el hoyo negro, joven. Nomás que hay que llevar linterna. No es fácil adquirir una. En tiempos de escasez luminotécnica, lo que hay que hacer es aflojar y cooperar. Soltar el cuerpo, cerrar los ojos. Una vez caído en los brazos de Morfeo, y si el atracón de tacos no se puso desestabilizador, hace un silencio grave y sólido que apaga la luz. Las luciérnagas hacen una coreografía de cabaret y abren el telón. Y, de vez en cuando, aún cuando olvidamos todo al despertar, se aparecen como por arte mágico casi todas las cosas que echamos a nuestros hoyos negros personales. Hay habitamos y somos otra cosa. No estoy segura, pero creo que con lo que ahí encontramos alimentamos a nuestros licántropos, hadas, duendes, monstruos, dragones y lestrigones. No estoy segura, pero creo que somos menos bellos y cuerdos de lo que pensamos. Pero que al mismo tiempo somos seres raros, locos, obscuros, interesantes, contradictorios, olorosos... como la masa esa que salió un día, hecha de calzón, plástico, papel, arroz y moco. Alebrijes vomitando soluciones alquímicas en calles con gente. Plazas públicas de puro personaje de atar. Yo lo coloco y tú loquita. Así. Y no que no haya sentidos. No mamemos. Si la tierra es redonda o plana no importa. Hay que hacer rutas.
Construir barcos, trenes, aviones.
Ir a donde hay que ir. Recorrer ciudades invisibles.
Rapelear en las paredes resbalosas de los hoyos negros y los cenotes verdes. Y los otros senotes también.
Navegar para mover el mar. Que las ítacas signifiquen, ¡chinga!
El freak.
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