Mi nosotros, mis nosotros

Mi nosotros, mis nosotros

[No los voy a abrumar con @, X ni o/a; me divierte la idea de hacerlo, en mensajes breves, pero es una güeva escribir así, leer así. Y, en todo caso, para mí, hay modos más necesarios y difíciles para asumir la perspectiva de género en el discurso, la experiencia, el lenguaje.]


Nosotros también somos hijos de este tiempo, pero no estamos dispuestos a subordinarnos a la idea de que la violencia es la única opción que nos queda.

No abanderamos el pacifismo porque decidimos no perder el tiempo ni gastar el esfuerzo en cargar banderas y porque no consideramos que exista la posibilidad de la Paz así nomás, para como están las cosas. Añoramos la paz, eso sí, pero no la hemos tenido y no la conocemos como estado de ánimo social. Añoramos, como es humanamente sensato, la paz que no puede representarse con símbolos, ni con colores, la paz que significa apacibles vidas entrelazándose en el calor que procura la interacción de las mujeres y los hombres que se respetan. Esa paz es posible en veces, aún cuando los cielos amenazan llover hasta desgajarse, cuando estas mujeres y estos hombres saben quiénes son y por qué están seguros de que librarán la dura tormenta que se avecina.

La paz es ese estar atento, impasible y confiado de que, pase lo que pase, uno estará ahí para reaccionar como la situación amerite. Y si los negros cielos y la turbulencia de los vientos nos impelen a actuar con prestancia y rápida acción, la paz se siente apenas unos instantes, y alimenta la sensación de estar en guardia, para lo necesario. Otras veces la paz es el sueño del no pasa nada, de la quietud y la tranquilidad absolutas, pero es sólo ese sueño, como alimento de las acciones diarias, como referente, como horizonte. Es importante porque guía y define los escenarios deseados y, en esa medida, nutre e ilumina nuestro sentido del futuro, nuestra intención en las acciones.

Es verdad que en nuestras intempestivas reacciones ante lo inédito y lo angustiante o ante lo injusto y lo que encabrona mostramos nuestra violencia verbal y física como una fuerza aparentemente incontenible. Reconocemos que somos fuego y que tenemos deseos de agredir y eliminar a quien pretende, con gestos o palabras hostiles, mantenernos a raya, dominarnos, humillarnos. Pero no tenemos miedo. No tenemos miedo de esas soberbias pretensiones de grandeza, y ante la prepotencia de quien pretende gobernarnos, anteponemos la fuerza de nuestra paz y la paz que nutre nuestro sueño. Recordamos con celeridad que es la paz la que buscamos y que no la encontraremos por el camino –la espiral, le llaman—de la violencia. Recordamos con prestancia que pragmáticamente es estúpido engancharnos en una batalla en la que de por sí somos débiles. En cuestión de armas somos débiles. En cuestión de fuerza bruta somos débiles. No nos hemos entrenado para hacer daño; entonces somos débiles frente a los que entrenan sus cuerpos y sus mentes para hacer daño. Somos débiles ante las máquinas de matar, llámense pistolas, rifles, bombas, autos, camiones, incendios, ráfagas de bala, tortura física, gases tóxicos, fuego y látigo. Somos débiles porque nunca elegimos el camino de ser los más fuertes para dominar, para sojuzgar, para limitar.

Pero no somos débiles para defendernos, para resistir el embate de la violencia con pretensiones absolutistas. Porque no creemos que haya violencia absoluta capaz de eliminar absolutamente todo lo que reproduce la vida. Porque las mentes y los cuerpos entrenados para ello no conocen opciones y padecen la violencia que ellos mismos encarnan. No tienen opción ante lo inaudito y lo inédito que la vida, en sus expresiones de proliferación, extensión y mutación, les pone en frente de la cara.

La vida es indefinible e indescifrable por sí misma. La vida es el caos. La vida es compleja y sencilla, inextricable y contundente. Es verdad que la vida puede acabarse en un instante; puede ser sofocada, aniquilada con una sola acción. Para que la vida se produzca es necesaria la cooperación de muchos factores. Sistemas de sistemas para que la vida sea, y a veces sólo con dejar de hacer algo, o con tomar una sola acción, la vida puede cortarse. La vida está en constante peligro. Y, en veces, hay que reconocerlo y aceptarlo sin temor, la vida no puede más y se acaba. Vida y muerte se acompañan. La muerte es parte del ciclo de vida.

Pero la muerte no es lo mismo que el asesinato premeditado, que la tortura, que la ejecución sumaria, que la guerra sucia, que la cruel acción de sojuzgar a otro, de reducirlo a la miseria, la explotación o la esclavitud. Nosotros no tomamos “la ley del más fuerte” de la teoría evolucionista como pretexto para permanecer impávidos ante las acciones injustas y culeras de quienes tienen el monopolio de las armas y los cuerpos y mentes entrenados para dominar y matar. Aceptamos que en una lucha entre débil y fuerte gana el fuerte porque no somos creemos que la leyenda de David frente a Goliat sea suficiente para lanzarse a combates estúpidos contra hombres y mujeres monstruosos.

Reconocemos nuestra debilidad sólo para considerarlo como un dato en la cuenta de los recursos con los que contamos para vivir. Por eso consideramos necesaria la asociación, la cooperación, el trabajo en equipo. Hemos experimentado la competencia y la cooperación. A lo largo de nuestras vidas, en la familia, en la escuela, en la calle, en el trabajo y en casi todos los espacios de interacción social nos hemos visto impelidos a competir.

Nos educan para competir. Nos dicen que hay que ser los mejores, los más fuertes, los más listos, los más ricos, los más inteligentes, los más bellos, los más altos, los más sobresalientes, los más chingones. Nos dan premios y castigos. Cuando damos más somos premiados. Cuando damos poco nos acusan de mediocres, de débiles, de poquiteros. Nos castigan o nos ignoran, nos castigan o discriminan. Y como nadie, ningún niño, ninguna niña puede vivir sin cobijo, sin amparo, sin calidez, sin reconocimiento, nos adiestramos en el uso de herramientas y hábitos que nos ayuden a ser esos mejores. A veces confundimos talentos que todos tenemos con dotes individuales, y comenzamos nosotros mismos a creernos el cuento de que realmente podemos obtener los reconocimientos y premios necesarios para que los demás, nuestros padres, maestros y competidores, estén felices con lo que hemos logrado para beneficio de sus propios deseos. Entramos en carreras con otros iguales para satisfacer el deseo que hemos aprendido a desear. Amamos los aplausos, las buenas calificaciones, los reconocimientos escritos, los halagos. Aceptamos la crítica sólo de las voces “autorizadas”. A veces ni aceptamos la crítica, pues nuestro corazón y nuestra mente se rebelan ante ella, pero ya para entonces hemos aprendido que también gozaremos de beneficios futuros si nos mostramos humildes y obedientes de las voces de la autoridad.

Aprendemos a obedecer. Nos disciplinamos. Nos callamos la boca cuando queremos gritar o decir que no porque aprendemos a temer. Tememos. Vivimos con miedo a no ser queridos, amados, reconocidos. Queremos trascender, ocupar un lugar, tener un status. A veces sólo tememos y no sabemos ya ni a qué. Nos domina la angustia. Hemos padecido gritos, castigos, golpes, sentencias, marginación o discriminación, y vivimos como víctimas. Nos olvidamos de nuestros sueños y nuestros deseos, y perdemos la poca paz que podíamos albergar en nuestras cabezas y corazones. Entonces llevamos una vida de sufrimiento. Todo lo padecemos, las cosas no nos gustan, estamos permanentemente intranquilos. Somos muy reactivos ante el exterior y cualquier cosa la percibimos como una agresión. Agredimos a los otros a veces sin darnos cuenta. Nos enganchamos en relaciones de agresión y apapacho como si fueran de premio y castigo porque nos cuesta poner límites a los demás y, sobre todo, a nosotros mismos. Deseamos morirnos y deseamos matar, pero nos sentimos débiles, porque así nos enseñaron a sentirnos. Desconfiamos de nosotros mismos, de nuestros sueños, de nuestros proyectos, de nuestras acciones, de nuestras decisiones. Pedimos consejo, recomendación, ayuda, guía. Clamamos porque otros vengan a acompañarnos en los momentos difíciles, que son casi todos. No sabemos estar solos. Queremos que otros vengan a resolvernos. Que nos iluminen con su sapiencia. Que resuelvan las cosas por nosotros. Estamos dispuestos a pagarles, a devolverles el favor, a convertirnos en sus esclavos con tal de que se hagan cargo de nuestros asuntos. Nos inscribimos en cursos, queremos aprender técnicas, leemos libros, panfletos, manuales. Queremos que los fuertes nos carguen, que los expertos nos recomienden, que los conocedores nos instruyan, que los calientes nos den cobijo, que los simpáticos nos hagan reír, que las respuestas se aparezcan ante nosotros. Desconfiamos a tal punto de nosotros, descreemos en tal medida, que nos acogemos a cualquier cantidad de sistemas de creencias y dogmas de fe que se acomoden a nuestras necesidades. Y, además, nos sentimos los muy buenitos porque nos disciplinamos para ir a los templos, a las escuelas, a los santuarios de la fe y el saber. Y si para poder pagar nuestra inscripción, nuestra membresía, nuestra colegiatura, nuestra presencia, nuestra asistencia tenemos que trabajar, no lo dudamos. Entendemos que las cosas cuestan.

Así, aceptamos que los caminos para encontrar la felicidad ya otros los encontraron y que lo que nosotros debemos hacer es seguir sus consejos. Seguimos a gurús, maestros, sacerdotes, vacas sagradas, hombres y mujeres exitosos y prestigiosos, a los conferencistas, a los intelectuales, a los gobernantes, a los artistas, a los científicos, a los guiadores, a los médicos, los terapeutas, los instructores, los facilitadores de estrategias.

Para entonces ya no nos sentimos tan solos. La soledad es sólo un ratito, un momento. Estamos acompañados de discursos, de imágenes, de ídolos, de ideologías, de santos, de irredentos santificados por la publicidad y las lecciones de historia, de héroes, de personajes de telenovelas, de estrellas de rock, pop y alternativo, de pósters, de pulseras, de símbolos en las playeras, de colores en las camisetas, de números, de nombres, de grupos, de representaciones de alternativas para ser.

Trabajamos para tener, entonces somos. Tenemos, entonces somos. Pertenecemos, entonces somos. No estamos solos, entonces somos. Somos, entonces consumimos más y más para seguir siendo. Consumimos tiempo, energía, materia, símbolos. Nos gastamos. Gastamos. Conseguimos a costa de lo que sea lo que deseamos. Nos hacemos seguidores de nuestros deseos, y nos olvidamos de conseguir nuestros deseos, porque luego es más fuerte el deseo de conseguir lo que necesitamos que lo mismo que deseamos. Hasta que tronamos.

Somos deseo, somos sueño, somos fuego. Somos disciplina, somos cuestionamiento, crisis. Somos inmaduros y pequeños. Somos infieles e hipócritas. Somos impostores, mentirosos. Somos culpables. Somos víctimas. Somos victimario. No hemos escapado de las redes de pensamiento que nos obligan a ubicarnos neuróticamente entre el bien y el mal. Alucinamos. Fingimos. Construimos ficciones. Luego las derribamos. Somos fuertes, gritamos, nos imponemos, instauramos. Creamos. Hacemos instituciones, nos damos nombre, historia, apellido, linaje, currículum, fotografía, épica y dramática. Construimos la gran historia de Nuestra Entrada en la Historia. Y la escribimos, la grabamos, la comentamos, la vociferamos, la compartimos soberbia o humildemente. Hemos recuperado la confianza. Nos amamos. Amamos la vida. No estamos solos, la situación y la suerte están de nuestro lado. Encontramos un modo de permanecer triunfantes, productivos, auténticos, únicos, súper-especiales, divinos, elegidos. Hemos logrado lo que esperábamos y no nos queda más que cosechar lo que hemos sembrado a punta de sacrificio y trabajo. Tenemos prestigio, reconocimiento social, estatus, estabilidad económica.

Pero eso, quién sabe por qué, nunca dura demasiado. Está el sistema, con sus crisis. Y, ya ven, otros también nos quieren hacer daño. O hay leyes naturales de subi-baja, y hay que aceptar que a veces estás arriba, a veces estás abajo. Nomás se trata de aprender a flotar. Transitar sin mayor esfuerzo. Se trata de transar, de canjear, de intercambiar. De escoger los momentos de oportunidad, de apostar, de arriesgar. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Se trata de mantenerse expectante. Apostarle a varios números, a muchos caballos. Pedir espacio en varios lugares, en varios trabajos. Chicle y pega. Moverse, inmiscuirse, ir a todos los eventos sociales, presentarse, decir quién uno es y qué uno hace. Ir a castings, enviar currícula, mostrarse, hacer uno su propia imagen, representarse, hacer el papel de uno. Estoy en mi papel. Estoy en mi jugo. Hoy es mío. Yo puedo. Sí puedo. Si mantengo la actitud. Cualquiera que me vea se enamora, se engancha. Hoy voy contra el mundo. He trascendido mis propios miedos, y puedo salir, hablar en público, ser el ser particular que soy, mostrar mi pequeña diferencia con todo lo demás.

Pero eso, quién sabe por qué, tampoco dura demasiado. El ego siempre nos está poniendo trampas, y caemos. El sistema de sistemas es muy complejo, y nuestra sólida identidad puede quebrarse en mil pedazos en un solo momento. Caemos, nos deprimimos. Nos vamos a la tristeza redonditos. Nos sentimos derrotados. Nos sentimos nadie, nos sentimos nada. Perdemos el sentido de estar vivos. Nos volvemos a sentir solos. Y es porque efectivamente estamos solos. No hay nadie alrededor. Por más que hicimos por satisfacer los deseos de los demás, los demás se han ido, están lejos, nos abandonaron, tenían otras cosas que hacer, están acompañados de otros, en otros menesteres. El peor día, y estamos solos. Nos quedamos solos o evadimos la tristeza, el sentimiento de vértigo, vacío y sinsentido. Nos drogamos, nos emborrachamos, nos aplastamos a ver la tele, a ver películas. Comemos compulsivamente. Salimos a llorar y apretar los puños de coraje e impotencia. Nos odiamos. Odiamos la vida. Nos queremos morir, queremos matar a alguien o a nosotros mismos. Pero no podemos, porque seguimos teniendo miedo. O nos falta voluntad o decisión, o es que estamos lo suficientemente sanos para darnos cuenta que estúpido atentar contra nosotros mismos.

A veces, eso si dura. Pero dura lo que dura. Y también ocurre que por más solo que uno está uno no es la encarnación del mal, la enfermedad, el desorden o la maldita miseria. No hay dios, no hay ley, no hay verdad universal. Estamos aquí, con nuestro cuerpo y nuestra mente, entrenados en esta cultura occidental de ciudad, para sobrevivir. Alternativas siempre hay. Porque la vida social no es un túnel de un solo carril. Porque el individuo absoluto no existe, porque habitamos un modo poblado de cosas y seres que existen, en realidad, más allá de nuestra percepción y nuestra mente.

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea. El individuo (urbano, ¿está por demás decirlo?) solo, aislado es un proyecto de ser frustrado. El individuo consciente de su pertenencia al mundo, al planeta vivo, a la historia social, a la red de redes que lo conecta con el conjunto de cosas no-humanas y con el conjunto de seres humanos, es un proyecto posible no sólo en el futuro; existe en la historia --quiero decir, en el pasado--, y existe en el presente, si entendemos que el aquí y el ahora no son nuestra exclusiva circunstancia personal, sino una densa dimensión del espacio y en el tiempo en la que se suceden simultáneamente miles de miles de historias, de individuos vivos, conscientes, plenos, que crean y recrean la vida, transformándola, para su propio bien, y para el bien de sus comunes, sus congéneres, sus iguales y sus diferentes.

Es el individuo que aprendió a obedecer, y luego aprendió a desobedecer, el individuo rebelde. Puede haber ido o no a la escuela; puede haber sido un niño promedio, un niño especial, sobresaliente o marginal, pero –casi siempre- es un adulto que, pasado el espanto, asumido el riesgo, pudo desafiar a menos un sub-conjunto de normas del complejo sistema de sistemas complejos, desafiándose a sí mismo. Es un individuo (o individua, ¿necesario poner la A, para que les quede claro la perspectiva de género?, ja!) que conociéndose a sí mismo, sus modos de pertenecer, consumir, gastar, trabajar, vivir, tristear, convivir, padecer, crear, obedecer, ritualizar, comer, cagar, desear, rezar, mandar, amar, odiar, castigar, triunfar y derrotarse, decidió elegir sus propias normas, sus propios hábitos, sus límites, su modos de proceder, su muy manera de ser, tratando de ponerse a la medida de sus fortalezas y sus debilidades.

Nosotros hemos aprendido algunas cosas de esos individuos, porque hemos querido. Los hemos buscado. Andábamos en busca de referentes. Buscamos en los grandes líderes de la historia, los poetas malditos, los grandes cronistas, poetas y escritores de épica y ficción; buscamos en teóricos de talla grande, críticos e hipercríticos; en subversivos representantes de la desobediencia en el rock, el pop, el jazz, el indie; en los grandes personajes populares, con sus máscaras y sus carismas, sus ademanes, sus frases, sus citas célebres, sus grandes chistes, anécdotas; anduvimos persiguiendo historias reales, documentales, libros, revistas y comics que nos dieran asidero para reproducir sin ton ni son las imágenes y palabras que le dieran representación a la búsqueda de la nueva identidad que andábamos buscando.

Comenzamos por intentar a más seguido decir que “no”, nomás. O “no, muchas gracias”, pero no. A poner límites, a decir lo que pensábamos, pero más alto y sin chistar. A reconocer y respetar los límites que los demás nos ponían, pero sin pretender que eso era ceder, y también sin obedecer. Quitamos todas las imágenes y las palabras, todas las banderas, regalamos todas las camisetas, vendimos los libros, regalamos los fetiches, a ver si era cierto que podíamos mantenernos en pie. Dejamos de ir a los templos, los cursos, las escuelas. Tímida, pero al mismo tiempo decididamente dejamos las disciplinas a ver si era cierto que podíamos ser congruentes y consistentes con nuestros sueños, deseos y proyecto pero sin acudir obsesivamente a los ritos y mandatos que otros caminos, horarios, técnicas y personas nos imponían. Comenzamos a renunciar, poco a poco, a obtener los tradicionales reconocimientos y premios a que estábamos acostumbrados. Con miedo, dejamos de gastar y consumir lo que nos procuraba harto placer y desmedido sentido de la potencia individual. Queríamos ver si, sin tener, sin consumir, sin pagar, podíamos sostener una creencia, una fe, una convicción, una persona.

Luego, un día, sintiendo como ardor el rencor, quisimos desterrarlo, pero no pudimos. Estuvimos a punto de sentirnos culpables, malos. Estuvimos a punto de caer otra vez en el pantano de la víctima-victimizadora-de-las-demás-víctimas-victimizadas, pero vimos que era tan idiota, tan aburrido, tan difícil, tan feo y desgastante que mejor ya no. Y entonces, intentamos un modo de sacar el rencor sin que tuviéramos que andar pidiendo perdón a todo el mundo, y a nosotros mismos.

Hurgamos en la historia e investigamos. Pudimos darnos cuenta que la culpa-perdón y la disciplina de sólo obedecer es un instrumento viejo y gastado que sólo sirve a los de corazón pequeño, mente abyecta y deseos sin sublimar, sin recrear. Nosotros elegimos salirnos de la tradición que considera que sufrir es la única opción para salvarnos. Y sin tomar nuevas banderas y sin acudir a nuevos templos anti-sufrimiento-social, decidimos cortar por lo sano la compulsión por sufrir y echar a otros seres y entidades la culpa de nuestros sufrimientos. Pero, al mismo tiempo, decidimos que debíamos dejar esa espiral de hacer sufrir.

Dejar de hacer sufrir no es poca cosa, pero no es difícil. Se trata de no aplastar a nadie, de no imponer nuestra santa voluntad. De no pisar, de no denigrar, no humillar, no hostilizar gratuitamente. Se trata de poner atención, saber escuchar. No es la doble moral, ni lo políticamente correcto; no es una mera estrategia de supervivencia individual. Aunque al final puede considerarse que uno de los resultados que produce es la salud del propio pellejo, no hacer sufrir a otros, es el imperativo que seguimos para ser congruentes con nuestro fuero interno.

Nosotros no pensamos que la naturaleza humana es dicotómica, divina y demoníaca. No es natural ser culero. No es natural ser bueno. Lo único natural es que somos seres culturales, llenos de ADN, pero –sobre todo—dotados socialmente del lenguaje, de la cultura, del trabajo, la transformación, el conocimiento, el deseo, el gozo, el sueño, el balbuceo, el miedo. Nuestro instinto es apenas un pedacito del complejo sistema que somos como seres individuales y colectivos. Nuestra biología nos determina sólo hasta cierto punto. Nuestra historia y nuestra condición social nos enmarcan, sí, pero no son destino.

No existe el destino, aunque creemos que a veces sí la mala suerte. El futuro no está trazado, y aún que fuera cierto que las estrellas, la luna y el sol marcan tendencias sobre nuestros comportamientos; aunque creamos o se nos demuestre que el karma existe; aunque la guerra, la miseria, la esclavitud y la ignominia pudieran obligar a ciertos conjuntos de seres humanos a determinadas condiciones de existencia (no sobra decir que insoportables, intolerables e injustas), la naturaleza del ser humano a la que podemos apelar –si hemos optado por la vida, y no la mera persistencia de nuestra individualidad—es justo su naturaleza cultural, en pocas palabras, nuestra capacidad de hacer que realidad y deseo se reúnan sin destruir lo que está a nuestro alrededor, sea parte del conjunto de cosas y seres no-humanos o del conjunto de seres humanos.

Se me podrá decir que el ser humano es el más grande depredador del planeta y de sí mismo. Yo no puedo objetarlo. Pero también es cierto que no soy capaz de demonizarlo, o de satanizar su naturaleza cruel y despiadada. Y si no puedo, es porque no estoy dispuesta a sostener una imagen, una representación del ser humano, en abstracto y en general que sea reducida a fuerza de odio, rencor y frustración. No quiero aceptar un humano discurso anti-humano, así como tampoco estoy dispuesta a convalidar las teorías que suponen que para la emancipación social o individual la única opción que tenemos es la violencia.

Porque nosotros, que somos muchos, hemos nutrido nuestros sueños de paz, aunque aún no la encontremos como absoluto en nuestra vida diaria. Aunque reconocemos nuestra soledad, hemos decidido dejar de largarnos a llorar hasta echar el bofe, y comenzar a reconocer a los otros solos, a los otros deseosos, a los otros desobedientes, a los otros conscientes de su imperfecta mismidad, a los aldeanos que con un leve o sufrido atisbo al mundo descubrieron que es ancho y ajeno, a los que han aprendido a decir que no, y lo han dicho por primera vez o mil veces, pero con la conciencia y responsabilidad de sus decisiones y respuestas.

Nosotros que, bajo otras perspectivas o estadísticas, parece que somos pocos, de verdad somos muchos, y como decían hace algún tiempo “estamos en todas partes”, porque no somos ni los mejores, ni los más chingones, ni hemos alcanzado el nirvana, ni la iluminación, ni hemos parado de sufrir, ni hemos descubierto nada nuevo bajo el sol, ni tuvimos la mejor idea, ni somos los más fuertes, ni los más adiestrados, ni los más chidos, ni los más únicos, auténticos o “súper-especiales”, ni la vanguardia, ni la retaguardia.

Estamos en todas partes, somos un chingo, en veces estamos juntos, en veces separados, enredados, dispersos, a veces organizados, a veces desorganizándonos. Algunos somos urbanos, pero otros no tanto. Algunos occidentalísimos, otros no tanto. Algunos súper escépticos, otros místicos, creyentes y románticos. Algunos amarguetes, otros más optimistas y simpáticos. Algunos negativos y críticos, y otros los típicos entusiastas. Algunos perezosos y otros muy entrones y trabajadores. Hablamos varios idiomas, venimos de muchos lugares del mundo, compartimos o no entendemos muchas tradiciones, escuelas. Reconocemos varias pertenencias, aunque a veces nos aferramos a algunas de ellas. Unos escribimos y otros no saben escribir. Unos andan en bici y otros ni eso sabemos. Hay quienes suben árboles, montañas y atraviesan ríos nadando, y a otros nos asustan los truenos y los bichos de campo. Hay los muy malos para la cocina y los que nos deleitan con sus experimentos culinarios. Y así, somos contradictorios, complejos, imperfectos, difíciles. Pero existimos. Somos reales. Somos seres autónomos. Nos guía el fuero interno. Por lo general, se nos puede identificar porque no aceptamos órdenes ni consejos estúpidos. Pero también se nos puede identificar porque sabemos ejecutar como si fuera una orden el consejo de un ser generoso y sensato (aunque no sea una autoridad socialmente sancionada, aunque no sea un amigo).

Nosotros no creemos que “el Poder” es una entidad que nos gobierna, desde arriba y desde afuera, ni siquiera que represente a unos individuos adineradísimos y con malísimas intenciones. El poder es la capacidad que todos tenemos todo el tiempo (todos los minutos de todos los días del año) para acercar nuestros deseos a la realidad, y a la inversa. Siendo la cosa así, lo jodido está en usar esa capacidad pasando por encima de los deseos de los demás, negando la realidad, destruyéndola (quiero decir, más bien, arrasando con todo a nuestro paso), chingando a los demás, o renunciando a usar capacidad, ese nuestro poder, para ‘otorgárselo’ a otra persona. Usar nuestro poder para re-crear la vida no es cosa fácil, a veces necesitamos convertirnos en enemigos de nuestros hábitos para lograrlo, pero no es necesario ni deseable convertirnos en enemigos de nosotros mismos. Ahí es cuando ganan los malos (los hijos-de-puta, que también están en todos lados, y son un chingo).

Nosotros, como mucha otra gente, también somos hijos de este tiempo. No hay generaciones perdidas. Ni el pasado, ni ahora. Somos síntoma de las enfermedades sociales que nos aquejan en el globo, pero también estamos viendo el modo de curarnos a todos, porque creemos que la salud es sagrada, como la vida, como el agua y la tierra, como la paz que puebla nuestros sueños.

"El infierno de los vivos no es algo que será: existe ya aquí y es el que habitamos todos los días, el que formamos estando juntos. Dos formas hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse en parte de él hasta el punto de dejar de verlo ya. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio." Italo Calvino

Lich & Dares, octubre, 2008.


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