Poder Obrero

A la sazón, en México llegaba a su término el sexenio de la solidaridad, inaugurado con la toma de posesión del Presidente en turno en el Auditorio Nacional, transformado para el caso en sede provisional del Congreso de la Unión, donde el primer jefe del Ejecutivo Federal tecnócrata pasó la banda tricolor al segundo de la serie, a la postre famoso por su empeño de llevar a nuestro país al Primer Mundo, propósito en el que persistió pese a que en la misma fecha elegida para la atrevida incursión en el Club de los Ricos, la declaración de guerra zapatista recordó al globo el tercermundismo atávico en que estamos sumidos.
La transmisión de poderes para el nuevo sexenio se efectuaba en el mismo escenario que la anterior, debido a magnas obras de remodelación en el Palacio Legislativo. Ese día estaban en el Auditorio Nacional todos los integrantes de los tres Poderes de la Unión, entrantes y salientes: ambos presidentes, el gabinete oficial y el ampliado, secretarios y subsecretarios de Estado, titulares de los organismos descentralizados y desconcentrados, segundos y terceros mandos de las instituciones, generales y almirantes, procuradores y subprocuradores, jueces y magistrados, diputados y senadores, y como invitados especiales, los gobernadores de todos los estados de la República y el jefe del Departamento del Distrito Federal, con los principales funcionarios de sus respectivas administraciones, incluidos casi la mitad de los alcaldes de las capitales de provincia, además de no pocos presidentes de países latinoamericanos. Un lugar especial ocuparon los rectores y funcionarios segundos de las más reconocidas universidades del país.
Estaban, también, dirigentes y cuadros mayores y medios de todos los institutos políticos, pues además de la asistencia obligada de los jefes del partido oficial acudieron al acto los de oposición, dada la apertura creciente de espacios vía contiendas electorales para acceder a puestos de representación popular y, por qué no decirlo, las influencias por cuyo medio arriban muchos al servicio público en dependencias diversas.
En tan solemne ocasión, claro, no podían faltar los líderes y representantes principales de centrales y sindicatos obreros y campesinos, los jefes de las organizaciones populares, los dirigentes de las confederaciones y cámaras patronales, de industria y comercio, los titulares de las asociaciones deportivas, etcétera.
Para cubrir el acto habían acudido los reporteros de prensa, radio y televisión de todas las fuentes, vigilados de cerca por directores y gerentes de sus respectivas empresas, también presentes, pues sus informantes estaban allí todos. De guardia en las redacciones de los distintos medios seguían el evento mediante aparatos electrónicos unos cuantos periodistas de la policiaca.
En fin, estaban todos, todos. La crema y nata del país se dio cita ese día en el Auditorio Nacional, para presenciar la toma de posesión del nuevo presiso.
Entonces, en lo más animado de la ceremonia, sin que sus asistentes lo advirtieran, volando bajo, una pequeña avionetita (trac trac trac trac se ajetreaba su motor), cruzó rasante el Campo Marte, se acercó al edificio del cónclave y allí se estrelló. El pequeño tamaño de la aeronave no hubiera causado perjuicios graves, fuera de unas dos docenas de muertos y otros tantos lesionados, si sólo se tratara de un choque aéreo accidental. Pero no fue así. La nave voladora chocó contra el corazón del país con una violencia inusitada: cargada por quién sabe cuántos kilos de dinamita o bombas no se sabe tampoco de qué factura, lanzó al aire el edificio completo y, con él, a toda la ilustre concurrencia allí reunida.
Nada quedó. O sí, pues: un hoyo grande en el centro de la nación, donde antes había estado el Auditorio Nacional y la plana mayor de la dirigencia de México. El tiro fue preciso, y certero. De un aletazo, acabó con los sátrapas que tenían a la mayor parte de la población hundida en la pobreza, esa cofradía de miserables separada por el abismo de la falta de comunicación.
La transmisión electrónica de la toma de posesión del nuevo ungido se interrumpió de pronto, pero las últimas imágenes televisivas revelaron al mundo que se trató de una explosión brutal. Los reporteros de guardia de los distintos medios de comunicación acudieron en bloque, con diferencia de pocos minutos –ninguno más de 60–, dependiendo del lugar de donde habían tenido que trasladarse.
“¡A calacas, la plana mayor de la dirigencia de México!”, cabecearon los vespertinos su princesa del día, tras sobrio balazo: “¡Un gran agujero donde estuvo el Auditorio Nacional!”, seguida de un lacónico pero explicativo sumario: “Ataque kamikase acaba con todos los políticos del país”, y ocuparon el resto de sus páginas con una sucinta crónica del suceso y las largas listas de los ilustres que esa mañana perdió el país; las radiodifusoras, con voces de inexpertos locutores y comentaristas, trataron de ofrecer a sus sendos auditorios retratos hablados del desolado paraje recién instalado junto al Campo Marte, y citaron nombres y más nombres de los fallecidos la jornada de marras, mientras las televisoras, con sus cámaras de repuesto, pasearon sus lentes sobre los vestigios del desastre, y también citaron grandes listados de nombres de los que allí quedaron. En conjunto, atribuyeron la tragedia, como señalaban sumarios de variados sinónimos, a un evidente ataque kamikase, con barruntos propios de cada empresa, sobre dos líneas principales: un kamikase mexicano, hasta entonces no previsto siquiera, mucho menos atisbado, o de plano un kamikase japonés, cuya agresión se encontraba fuera de toda lógica. En conjunto, también, todos coincidieron: murieron todos.
Bueno, todos no. Uno de esa plana mayor del México moderno se había escapado, por una fortuita y providencial indisposición: don Fidel Velázquez, dirigente cetemista, sufrió la noche de la víspera un ataque cardiaco y fue internado de urgencia en el Centro Médico Nacional Siglo XXI. Su hospitalización, en estado grave, le impidió acudir a la transmisión de poderes. Y las primeras noticias de su salud que lograron recabar los reporteros que siguieron el caso no eran alentadoras: aunque se había salvado del primer ataque al corazón por la afortunada intervención de un equipo de médicos japoneses, peritos en cardiología, presentes en la institución debido a un congreso internacional de la materia, en el curso del día el veterano líder sindical había padecido dos infartos que lo tenían al borde de la muerte. Sin embargo, se dijo, los expertos cirujanos nipones luchaban por salvarle la vida.
Pasaron tres días. En el territorio nacional había surgido una fuerte efervescencia política, encabezada en el centro por los cuadros medios del partido oficial, seguidos por los de los demás partidos, en la que también buscaban acomodo los dirigentes menores de las centrales nacionales obreras y campesinas; en los estados, los presidentes municipales de las ciudades capitales que se habían salvado luchaban por los interinatos de las gubernaturas vacías, acomodando a su conveniencia las fuerzas en los congresos locales, y en general los alcaldes, síndicos y regidores de todos los ayuntamientos del país se aprestaban a la batalla por el nuevo reparto del pastel.
En Morelia, Michoacán, el regidor de Ecología y Medio Ambiente (que había llegado al puesto en el Ayuntamiento por obra de un plantón de camionetas recolectoras de basura frente al Palacio Municipal, el cual duró doce días, hasta que una plaga de gusanos blancos cubría como una alfombra todas las aceras en torno al edificio y la fetidez no permitía acercarse ni a la nariz más valiente a tres cuadras del inmueble, y la comunidad moreliana había exigido al alcalde y al gobernador resolver su demanda de acceso al relleno municipal para los vehículos de su organización), convocó a junta urgente de cabildo y se instaló como interino en la vacante alcaldía, que dejó de inmediato para alzarse a la gubernatura provisional tras movimiento análogo promovido con los restantes 112 ayuntamientos michoacanos, sin obstáculo alguno por parte del Legislativo estatal. El vertiginoso ascenso del líder de los basureros duró apenas cuatro días. Fue un caso excepcional.
En San Luis Potosí, Veracruz, Oaxaca, Guerrero y Zacatecas, asumieron las gubernaturas los alcaldes de las respectivas capitales, en rápidos acuerdos que lograron con sus congresos en lapsos de tres a cinco días. El resto de los presidentes municipales salvados de la tragedia por su ausencia intentaron lo propio, pero su apego a los tiempos legales frustró sus aspiraciones. Todos los cabildos del país estaban en ebullición, en junta extraordinaria sin recesos.
La situación apuntaba a una revuelta inminente.
A lo largo de la frontera norte soldados yankis se apostaron sobre la línea, previsión instruida por el gobierno gringo, que sin embargo no ordenó una intervención inmediata.
En el Centro Médico, los galenos japoneses se afanaban por el viejo líder que todo el mundo daba por seguro cadáver, y habían pedido a su país y a otras potencias industrializadas instrumental y equipo que llegó al territorio nacional embarcado en raudos vuelos destinados ex profeso para el efecto.
Al quinto día, por fin, se tuvieron buenas noticias: Fidel Velázquez se había salvado, pero su estado de salud era aún precario. Los cuadros de las distintas organizaciones en lucha por los cacicazgos vacíos pactaron una tensa tregua, en espera de más información. Siete días después de la tragedia, contra toda previsión, el dirigente obrero pudo recibir informes, recostado, a medio sentarse, en su lecho de convalecencia, de la desgracia que había caído sobre México.
El veterano líder se incorporó, levemente, bajó un poco sus lentes oscuros con la mano derecha, miró a sus informantes, se acomodó otra vez los espejuelos, y pronunció, con lentitud:
–Muy bien, muchachos. Ahora sí: ¡Poder obrero!
A la mañana siguiente salió del hospital, en silla de ruedas, pero no dejó que lo llevaran a su domicilio. Fue directamente a sus oficinas del Congreso del Trabajo, donde dio instrucciones para convocar a los principales dirigentes seccionales de los sindicatos y los regionales de las organizaciones campesinas, así como a los cuadros sobrevivientes del partido oficial, sin olvidar a los de las cámaras patronales. Invitó a la junta de notables, además, a eximios catedráticos de ciencias y humanidades, así como a los analistas políticos que por diversas causas no estuvieron presentes en la frustrada transmisión de poderes.
Antes de hablar, Velázquez Sánchez pidió la opinión de los presentes sobre el momento que vivía el país y las opciones para superar la crisis, y tras haber escuchado atentamente a todos, habló al fin. Planteó hacer un frente común para salvar a la nación, cuyo primer paso sería convocar a un Congreso Constituyente y nombrar un presidente interino, que tendría como tarea principal organizar elecciones federales de las que debía surgir el Presidente constitucional. Recomendó hacer lo mismo en todas las entidades de la República, con excepción de las seis que ya habían tomado sus providencias, a las cuales deseó buen éxito. La unidad, dijo, sería el elemento esencial para salvar a la patria y sacar adelante al país. Él se propuso, claro, para cubrir el interinato en el vacío despacho del Poder Ejecutivo.
Cuando se despedían, don Fidel reservó el último lugar al emergente gobernador michoacano, y en corto le dijo: “¡Mucho cuidado! ¡No quiero allí Mugrelia ni Iturbidia! Que la hermosa ciudad lleve con dignidad el nombre que tiene en honor al caudillo. Voy a estar al pendiente”.
Los cuadros sobrevivientes del partido oficial se disciplinaron. Los de la oposición aceptaron con reticencias no manifiestas la propuesta. Los jefes y líderes de las organizaciones sindicales, agrarias y populares formaron un sólido bloque en torno al líder. Los dirigentes patronales convinieron colaborar para asegurar la estabilidad del país, pero advirtieron que el nuevo gobierno debería garantizarles sus ganancias. Sólo algunos movimientos disidentes de los sindicatos expresaron abiertamente su desacuerdo con el plan, pero no pudieron crecer debido a la opinión mayoritaria de que debía otorgársele al Presidente interino el beneficio de la duda, reforzada además por la promesa de la próxima convocatoria a comicios. En general, la población hizo votos porque Fidel Velázquez pudiera cumplir su interinato hasta el final y entregara la Presidencia al entonces aún desconocido constitucionalmente electo Presidente de la República.
Así empezó la nueva era del México moderno, en el lapso que correspondía al último periodo gubernamental del Siglo XX, frustrado en su inicio, y sustituido por el interinato que se presumía debía ser más breve, para dar paso al definitivo del fin de la centuria.
El Congreso Constituyente tuvo una ventaja sobre todos los que fungieron a lo largo del siglo: la representatividad, pues no hubo jefes de partido que designaran a los ocupantes de las curules de las dos cámaras y éstos surgieron por su labor en sus respectivas organizaciones.
El presidente interino Fidel Velázquez Sánchez trasladó su domicilio a la residencia oficial de Los Pinos, pero instaló sus oficinas en el Palacio Nacional, en una amplia estancia con ventanas y balcones hacia el Occidente, para tener a tiro de ojo la Plaza de la Constitución. Tanto en su casa como en su despacho el presidente obrero acondicionó espacios para que pudiera ejercer su especialidad un reducido grupo de médicos nipones que conservó junto a sí en previsión de una probable e imprevista recaída. Al equipo de galenos se sumaron dos o tres ingenieros, presuntamente para acondicionar las instalaciones del equipo que en una eventualidad tuvieran que usar los cirujanos.
El nuevo titular del Ejecutivo se rodeó de un interesante equipo de asesores, y postuló como prioridades de su administración el impulso a la educación y al trabajo, con la meta específica de que no hubiera en el país ni un niño ni joven sin escuela, y que toda la gente en la edad considerada como de Población Económicamente Activa tuviera trabajo. Dejó en segundo término, pero no descuidado, el tema de la convocatoria y organización de las elecciones. Fijó los lunes de cada semana para ofrecer una conferencia de prensa en que evaluaba, a su modo, la labor de la anterior, y anunciaba las tareas inmediatas de la que comenzaba.
En los primeros meses del interinato, uno de los reporteros emergentes ascendido de la fuente policiaca a la gubernamental por los fortuitos acontecimientos puso en tela de juicio que don Fidel fuera don Fidel, pero no encontró eco a sus dudas. El veterano líder tenía la misma apariencia de siempre. Conservaba la costumbre de tener en la mano o en la boca su clásico puro. Y no pesaron en el ánimo de los demás las agudas observaciones del desconfiado de que Velázquez Sánchez no se quedaba ya dormido en las ruedas de prensa, como sucedía en su último periodo en el Congreso del Trabajo, ni que nunca encendiera su enorme habano. Tampoco, que al parecer se le hubiera aguzado la vista, pese a sus lentes negros, y el oído, no obstante sus muchos años, hasta límites inconcebibles, pues el Presidente oía y veía más que cualquiera junto, y registraba hechos y datos con la increíble precisión de una cámara fotográfica y una grabadora automática.
Pasaron los días y los meses, y al fin, al tercer año de ejercicio del Congreso Constituyente y el gobierno interino, los trabajos estaban adelantados y pudo lanzarse la convocatoria para las prometidas elecciones. Algunas cosas habían cambiado en el país, sobre todo en tres aspectos: había trabajo y escuela para todos, y la legislación electoral abría la posibilidad, por primera vez desde 1911, de que el presidente repitiera en el cargo, atendiendo principalmente a la insólita forma en que Fidel Velázquez había ocupado el interinato. A este respecto, un candado quedó: que el Ejecutivo constitucionalmente electo no pudiera serlo otra vez, resabio del movimiento maderista de principios del siglo.
Don Fidel Velázquez se postuló candidato para la Presidencia como abanderado del partido oficial, causa abrazada incluso por facciones disidentes de los institutos políticos de oposición: comprendían la delantera que les llevaba el viejo dirigente obrero. En los comicios, el veterano líder logró lo que sólo un aspirante a presidente de la República había logrado, comenzando la segunda mitad del siglo XIX: ser electo por más de 95 por ciento de los votantes.
Conforme a la legislación vigente, don Fidel asumió su mandato constitucional con la solemne promesa, ante el Congreso de la Unión, de respetar y hacer respetar la Constitución Política del país, y pese al consenso abrumador favorable a su gobierno, no faltaron los descontentos que, carentes de fuerza y convocatoria para promover un amplio movimiento en contra o siquiera acciones desestabilizadoras, se conformaron con la idea de que a fin de cuentas el eximio político estaba ya viejo, y lo más seguro era que no llegara al final de su periodo.
Desde que tomó el mando, Fidel Velázquez había impuesto un tren de gobierno encaminado a la eficacia, y bajo la premisa de “pocas giras y mucho trabajo”, generalmente transitaba en el día sólo de Los Pinos al Palacio Nacional y viceversa. A sus compromisos con empresarios, líderes y políticos casi siempre enviaba a un representante. Pero se enteraba de todo. A veces, no obstante, rareza en su persona, emprendía una breve gira de labores para atender personalmente tanto a gobiernos estatales como a pequeños ayuntamientos, sin distinción.
Desde el inicio de su periodo constitucional, reforzó su política sobre la educación y el trabajo, y emprendió reformas en ambas materias.
Apoyado por el Congreso, concentró la educación básica en una sola escuela, de doce años, de la cual los egresados debían salir, según los planes, con pleno dominio de los conceptos básicos de todas las ciencias exactas y sociales, cuando menos de dos idiomas modernos –uno de ellos el español– y una lengua autóctona, hábil ejecución de un instrumento musical y nociones de todas las artes, además de competencia suficiente en dos oficios de manos y en producción de alimentos vegetales. Para lograrlo, transformó las escuelas en especies de grandes talleres de producción, con huertas y hortalizas, dirigidos por maestros de oficios y campesinos experimentados, con espacios para que los académicos y artistas impartieran sus cátedras, éstas siempre en las primeras horas de la mañana. Los alumnos desayunaban y comían en la escuela, en sus respectivos planteles, y pronto comenzó a haber un importante intercambio entre ellos de productos e insumos necesarios para su funcionamiento. La Básica 36 surtía de uniformes a todas las demás de la zona; la Básica 12, de pizarrones, mesabancos y escritorios a las demás; la 123, gises, lápices y apuntes impresos a las otras, y así sucesivamente. Todos los planteles eran autosuficientes en alimentos, o casi, pero remediaban las eventuales carencias fácilmente, gracias al intercambio.
En trabajo, el plan fue “Chamba para todos”, con lo que no todos estuvieron de acuerdo, hay que reconocerlo, porque la ciudadanía del país estaba acostumbrada a echar la güeva, gran parte era chambista, y en realidad no quería coger el toro por los cuernos. Una gran oposición surgió entre los comerciantes, establecidos en locales y de la vía pública, porque don Fidel concentró la actividad en grandes centros de distribución y consumo, y exigió que no se especulara con los productos, de manera que los vendedores tenían que ser productores y fabricantes, y no intermediarios. A los opositores, también hay que reconocerlo, se les castigó, incluso con salvajismo. Decía el Presidente que esos eran sólo como plantas parásitas que había que eliminar, a menos que dieran flores bellas, entre los que salvó a los poetas, y de éstos resultaron muy pocos.
Del plan general, dos programas específicos resultaron altamente benéficos en todos los sentidos: el de vivienda y el de la basura. Aquél fue convocado bajo el lema: “Manos a la obra”, y consistió en esencia en ocupar a todos los desempleados, y los hasta entonces empleados en trabajos improductivos, en la construcción de casas, aprovechando terrenos ociosos y materiales de cada región. La iniciativa privada fue obligada a inyectar los recursos necesarios para el inicio del programa, pero rápido el trabajo y el dinero se multiplicaron y los primeros beneficiados pudieron comenzar sus pagos muy pronto. En tres años el déficit de vivienda en México estuvo superado, y el país con posibilidades de atender la creciente demanda de los matrimonios jóvenes, que eran muchos y cada vez más.
Para el segundo, fue providencial la recomendación que hiciera en su momento al líder de los basureros que se alzó a gobernador. Por el plantón de fétida memoria había recibido duras críticas de la sociedad moreliana, entre ellas las de un ingeniero que tenía dos décadas trabajando sobre el asunto. Planteaba, en suma, que una vez producida la basura se convierte en un problema sin solución sanitaria posible, y se dedicó durante años a predicar en el desierto para que la comunidad separara los desechos sólidos a fin de poderlos reciclar con eficacia.
El gobernador lo citó para conocer con detalle el planteamiento, y se convenció del procedimiento, de manera que puso en práctica un programa piloto de separación y reciclaje en la capital michoacana. Al principio fue difícil luchar contra los malos hábitos acumulados, pero poco a poco ganó terreno, y cuando sólo quedaron fuera los remisos incorregibles dictó un bando mediante el cual se impuso el cobro de la recolección de desechos no separados por peso específico, y por desechos sólidos separados se otorgaron vales para la reducción de impuestos. Todos entraron al aro. Visto el éxito, el mandatario estatal convocó a los alcaldes de la entidad para implantar programas análogos. En menos de tres años los beneficios se habían probado en todo Michoacán.
Solicitó entonces una audiencia con el Presidente de la República, “para entrega de resultados”. Don Fidel comprendió que si el aserto del gobernador tenía bases sería útil extender el programa a México entero. Realizó entonces una de sus pocas giras de trabajo: una visita de inspección al estado, pero se fue junto con el gobernador para que éste no pudiera montar escenarios. En la ruta se detuvo tanto en pueblos pequeños como en cabeceras municipales, y por fin en Morelia. Efectivamente, era cierto. Habían desaparecido los basureros a cielo abierto, todos los desechos reciclables se aprovechaban y había unos cuantos depósitos para la disposición final de los que eran estrictamente sanitarios, fundamentalmente de hospitales.
Velázquez Sánchez ordenó entonces una campaña nacional contra la basura, que difundió ampliamente por todos los medios de comunicación durante un lapso de seis meses, al cabo del cual entraron en vigor reformas en la Ley Federal de Ecología, por cuyo medio se impusieron sanciones y estímulos análogos a los michoacanos en todo el territorio nacional. Un saludable ejemplo para el mundo, con la ventaja de que con los desechos reciclados se crearon talleres de enseres y artesanías multiplicadores de empleos y de ganancias.
El trabajo en general se extendió a todos los rincones del país. Las familias que durante generaciones habían practicado un oficio para apenas sobrevivir, se hicieron maestras para quienes quisieran aprender y formaron confederaciones de sindicatos regionales cuyo propósito no era la grilla o arrebatarle unas monedas más al patrón, sino la superación de su arte y el mejoramiento de su calidad de vida. Lo mismo obreros que campesinos, mineros que alfareros.
Cuando Velázquez Sánchez propuso sus planes y dictó sus órdenes, muchos –los más– de los que avalaron su ascenso, hay que decirlo, estuvieron en contra, pero pocos se atrevieron a contradecirlo. Los que lo hicieron recibieron trato selectivo. Unos se fueron a la agenda añeja de décadas pasadas de listas de desaparecidos, otros a cárceles con trabajos forzados –porque todos los presos en la época de don Fidel tenían que chingarle duro–, y los razonables a trabajos concretos en las instituciones emergentes.
Olvidaba decir que para todo esto, además del Congreso de la Unión, el presidente Fidel Velázquez contó siempre con el apoyo de las Fuerzas Armadas del país, disciplinadas, porque fuera de algunos generalillos adictos a personas que ejercían el poder antes del nuevo gobierno, la soldadesca en pleno se pronunció a favor del régimen, con cuerpo y armas.
Tiene que ver el hecho porque, además de los flojos que no querían chambear y que incitaron movimientos en contra, todos los cuales pararon en cárceles o desaparecieron, en el vecino país septentrional no se ocultaba el descontento con las reformas emprendidas en México, que en su opinión atentaban contra la creciente integración del bloque económico de América del Norte.
En la línea fronteriza se apostaban cada vez más soldados gringos y sólo esperaban la orden de irrumpir en nuestro territorio nacional bajo cualquier pretexto. Caído el Muro de Berlín y disuelta la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, sólo quedaba al Coloso del Norte americano, para garantizar la expansión de su comercio, atacar grupos guerrilleros o clanes del tráfico de drogas. Ingenuo, yanki al fin, optó por enfrentar al nuevo régimen mexicano sobre sus nexos con el narcotráfico. Pero don Fidel apenas se tomaba una copa de vez en cuando, por compromiso, no prendía ya su interminable puro del tabaco mejor y no manifestaba tener ninguna inquietud por la mariguana, menos por la heroína, la cocaína ni otras drogas.
Pero había muchos ciudadanos en el país que sí eran aficionados a la mota, al alcohol y a otras sustancias vaciladoras, por lo que don Fidel decretó, siempre apoyado por el Congreso, que todos tenían derecho a meterse lo que quisieran, siempre y cuando hubieran cumplido con su trabajo.
Fue el acabose. Llegó a su término el tiempo de los pasados de lanza que buscan aprovecharse de los que somos ingenuos. Pero vino un problema mayor. Nuestros vecinos, en Estados Unidos, pegaron su grito en el cielo, exigieron un control estricto al tráfico de drogas y amagaron con una invasión inminente. Fue la primera gran crisis del sexenio.
Don Fidel, con su larga experiencia, la resolvió en forma práctica: prohibió la exportación –fuente de ingresos principal del narcotráfico–, encarceló con trabajos forzados a los involucrados que no atendieron su invitación y determinó el aprovechamiento integral del cáñamo indio: las semillas como alimento, las ramas como fibra, el aceite como sazonador y en conjunto para investigaciones biomédicas, además de su más conocido uso como fuente de éxtasis y placer. El resultado en las finanzas públicas fue inmediato: en vez de perder cuatro o cinco pesos por cada uno del producto confiscado, todo fueron ganancias. Como el control pasó de la Procuraduría y el Ejército a las secretarías de Alimentos y de Salud Pública, se acabó el tráfico ilegal y, efectivamente, no pasó un gramo más al vecino país del Norte.
Fue la única vez que el Presidente de México emprendió una gira al extranjero. Pero no viajó al Norte, como podía esperarse, sino al Oriente, donde tuvo una corta plática de dos horas con su homólogo, para asegurar no se sabe aún qué cosas de esa audaz política.
Tres meses después teníamos a los gringos en la frontera, nada más estirando los ojos para acá, pidiéndonos la bacha. Ante la necesidad y la presión de sus adictos, el gobierno estadunidense tuvo que solicitar la importación controlada. A la negativa inicial del régimen fidelista siguieron las peticiones diplomáticas y finalmente las negociaciones, que don Fidel concretó no por simples intercambios monetarios por el producto, sino por sensibles reducciones a la deuda externa, considerada entonces aún como impagable. Oferta y necesidad mexicana y gringa, respectivamente, se equilibraron, y comenzó a atisbarse un periodo de bonanza. Cuando el costo comenzó a alzarse al grado de poner en peligro las finanzas del vecino país, don Fidel inició negociaciones audaces a cambio de terrenos del Sur de ellos y septentrionales nuestros, arrebatados a la malagueña por el Tratado de Guadalupe un siglo y medio antes.
Transcurría ya el quinto año del ejercicio gubernamental de Velázquez Sánchez, y en el Congreso de la Unión comenzó a cabildearse que, para que la negociación culminara felizmente y se consolidaran las reformas en educación y trabajo, sería conveniente la permanencia de don Fidel un par más de años en el poder. Aunque muchos especularon que la iniciativa venía directamente del Ejecutivo, los legisladores se hicieron responsables de ella y, casi al término del quinquenio, reformaron la Constitución para alargar el periodo presidencial a ocho años.
Al séptimo, emprendieron una nueva reforma para hacer posible la reelección, pues ese año y el anterior habían servido al Presidente para emprender negociaciones con potencias extranjeras, especialmente la japonesa, para inyectar a la industria del país tecnología de punta, y aunque no todo era miel sobre hojuelas la planta industrial crecía y el desarrollo agrario era evidente.
Por primera vez en siglos el país no tuvo que importar alimentos ni enseres, y a la tecnología extranjera pronto sucedió el desarrollo de la nacional, orientada por sabios empresarios nipones que vieron grandes posibilidades de crecimiento en México y que indujeron a la nación a tomar medidas efectivas para la preservación del medio ambiente, pues el cambio climático causaba ya estragos en todo el planeta.
El deterioro de la capa de ozono, causa del sobrecalentamiento global, crecía a grandes trancos, y el mar en distintas partes del mundo comenzaba a comerse pedazos de playa, pequeñas islas bajas, cabos peninsulares aplastados por la mole del cielo. Con todo, el fenómeno trajo a México otro efecto favorable: el turismo nipón, muy activo desde la séptima década del Siglo XX, comenzó a crecer en forma apresurada, y muchos de esos viajeros, deseosos de aventuras serias que implicaran emprender grandes empresas, fueron estableciéndose en el país, de manera que a las bellezas morenas de ojos grandes y oscuros se sumaron las hermosas orientales de ojos rasgados, también oscuros.
Sucedió entonces que el decano de los médicos que preservaban la salud del presidente mexicano, un doctor no tan viejo, sino apenas de unos cuarenta y tantos años, sufrió un ataque cardio respiratorio que lo puso al borde de la tumba, y por más que se afanaron los médicos nipones en que no llegara a su destino, llegó. Don Fidel lamentó su deceso en un discurso difundido por prensa, radio y televisión y, manera inusitada en él, propuso un día de luto nacional.
A sus once años de mandato –tres como interino y ocho del periodo constitucional–, el presidente Fidel Velázquez Sánchez se reeligió para un segundo ejercicio de ocho años, casi por unanimidad. No había muerto en el curso de su gobierno, como muchos habían previsto y aun deseado, y se dispuso en cambio a seguir en el poder.
Todo fue mejor. En este ejercicio, egresaron los primeros estudiantes bien preparados de la educación básica, que podían ganarse la vida en cualquier parte del mundo de varias formas, y que en su mayor parte incursionaron en instituciones de enseñanza media superior y superior, maestrías, doctorados y postgrados, como se decía antes, pero que en esa época nada más se llamaba segundo grado. Las ciencias y las humanidades florecieron, y la gente en general tuvo tiempo para dedicarse al arte.
Pasaron los años, y al quinto de su segundo periodo constitucional don Fidel Velázquez declaró que había puesto sobre rieles firmes a la locomotora del país, y pensaba ya retirarse de la vida pública, pues se sentía cansado y estaba ya viejo; al sexto, reiteró su intención, mas pese a su vejez y a su cansancio parecía cada día tener los ojos más largos y los oídos más finos, como si los avances tecnológicos lo alcanzaran en su persona; al séptimo, incluso comentó, en tono confesional a periodistas cercanos, su deseo de retirarse a una casa de campo en un lugar tranquilo de provincia, donde pudiera pasar sus últimos años en paz, gozando de algunas de sus predilecciones artísticas, hasta entonces no reveladas a nadie.
Pero al octavo año, dada la fuerte efervescencia política surgida en el país con motivo del reiterado anuncio de su retiro inminente, el jefe Fidel Velázquez Sánchez decidió poner orden, y volvió a postularse. Grande fue el desencanto de no pocos aspirantes a sucederlo, pero ninguno se le enfrentó. Acataron sin chistar la vocación de mando innata del veterano líder y se reunieron todos en torno a su candidatura, que lo llevó a su tercer periodo en la Presidencia de la República sin ninguna dificultad.
Creció el progreso, y ya comenzada la mitad de su tercera administración, más de 23 años después de la tragedia memorable que lo llevó al poder, un periodista, hijo de aquel reportero de policiacas que durante un tiempo pregonó que don Fidel no era don Fidel, siguió viejas pistas dejadas por su padre en cuadernos de notas olvidados, garrapateadas cuando él era todavía niño y se aprestaba a emprender la enseñanza básica. Le había tocado la reforma fidelista y estaba excelentemente preparado. Estuvo más pendiente de la fuente gubernamental, se ganó la confianza de los galenos e ingenieros japoneses, éstos renovados ya dos veces, que rodeaban al anciano presidente, y logró, en una de las escasas giras del vetusto mandatario de México, penetrar su secreto.
El reportero trató de difundir su descubrimiento: efectivamente, como su papá lo había dicho unos 22 o 23 años antes, don Fidel no era don Fidel, sino un robot japonés. Pero, como su padre, no encontró eco. El tren del país rodaba sobre sólidos rieles, había progreso, y una gran cantidad de preciosas muchachas niponas continuaba llegando poco a poco a México, mientras se preveía ya el inminente hundimiento de Japón, por efecto de la destrucción de la capa de ozono, el cambio climático y el sobrecalentamiento global. Era evidente que trasladaban a este gran país su antigua casa isleña chiquita.
de Ramón Méndez, en su libro: Tzitzilini y otras lecciones del lado moridor.

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