Tengo 31 años. Llevo un año y medio en huelga, junto con mis compañerxs, meserxs, cocinerxs y baristas (encargadxs de barra de café).
Sin haberlo previsto como ocurrió, durante los últimos meses hemos comprobado una tesis, la de que las instituciones que creó el Estado mexicano para arbitrar los conflictos entre trabajadores y patrones se cargan del lado patronal capitalista, con fundamento en las leyes laborales y la constitución política del país. Aunque es proverbialmente reconocida como una ley laboral muy moderna y democrática, la Ley Federal del Trabajo en nuestro país es letra muerta, pues la dinámica jurídico-administrativa favorece en todo momento a los intereses capitalistas, y la forma política tradicional de resolución del conflicto entre capital y trabajo es la de un sindicalismo corporativo, clientelar y charro (antidemocrático internamente y siempre favorecedor de los intereses patronales y de las instituciones estatales). Esto nos ha (de)mostrado que es sólo la autoorganización de lxs trabajadores y una férrea resistencia la que puede conseguir algunos logros en materia de defensa de los derechos laborales. Cuando la defensa es directa (es decir, cuando lxs trabajadores tomamos en nuestras manos lo que es nuestro –nuestra fuerza de trabajo y nuestra conciencia y dignidad como trabajadores; sin intermediación o representación) se abren perspectivas de construcción de alternativas al trabajo esclavo (es decir, el trabajo asalariado, muy precario en esta época de neoliberalización globalizada). La que nosotros encontramos: la autogestión para una fuente de trabajo digno.
A lo largo de este año, resistiendo juntxs, en nuestro campamento de huelga/changarro de café por cooperación voluntaria, nos hemos (re)conocido como compañerxs de trabajo, de lucha, de resistencia; nos hemos descubierto y construido afines en la concepción de un trabajo justo, de tal suerte que decidimos organizarnos para reconstruir, de manera autogestionada y autónoma, una fuente de trabajo digno: una cooperativa, horizontal, sin patrones, sin jerarquías, que nos sirva para satisfacer algunas necesidades básicas (alimentación, salud y vivienda) sin detrimento de nuestro cuerpo, de nuestro tiempo, de nuestra libertad. Sabemos que el camino será largo y sinuoso, pero tenemos la convicción de que es necesario recorrerlo, pues las opciones de trabajo y supervivencia que nos ofrece el sistema capitalista son indignas, inviables.
Hemos elegido la autoorganización colectiva autónoma, la acción directa, el libre acuerdo y el apoyo mutuo como las formas idóneas para darnos esta alternativa, que nos parece más buena, pero sobre todo realizable.
La autogestión no debe ser una utopía, ese lugar anclado en el futuro cuya concreción sabemos de antemano que no ocurrirá; es el eje que guía nuestras acciones constantes y cotidianas.
Mi papá era un estudiante de 19 años, de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM, cuando emergió la impugnación estudiantil al sistema político mexicano, en julio de 1968. Él, como tantos, participó en este movimiento social de manera espontánea, voluntaria. No militaba en ninguna organización política; no recibía órdenes, nadie estaba a su cargo y no obedecía a nadie. Recién llegado de provincia, fue su criterio, su conciencia personal, su propia rabia, lo que lo llevó a sumarse a las acciones de impugnación que se organizaban en las asambleas y comités de lucha en la Universidad, y que se convertían en brigadas políticas en la calle y plazas públicas. Hizo gacetas y boletines de gráfica y poesía, pintó y cargó mantas, marchó junto a sus compañerxs en los días festivos y aciagos de esta densísima experiencia histórica.
Casi todo lo que sé del movimiento estudiantil lo he aprendido de él. En las clases de historia, durante mi trayectoria escolar, jamás se habló del asunto. En todo caso, fuera del aula, en la preparatoria y la universidad, comencé a unir los recuerdos de mi papá, con las centenas de anécdotas y relatos que teníamos por compartir quiénes éramos hijos de la generación del 68. No hay una historia oficial sobre el 68, y ¡qué bueno! La historia social es de la gente, de quien la vive y la hace; la memoria es inasible, heterogénea, cambiante, pero de su proliferación de miradas retrospectivas e introspectivas se resumen grandes verdades, que ni los historiadores orgánicos, ni las izquierdas partidistas pueden dejar asentadas como ‘la verdadera historia’.
Esto no niega la necesidad de que haya reconocimiento público y socializado del terrorismo de Estado (como lo ha hecho, hasta cierto punto, el Estado argentino, con respecto a la dictadura de la junta militar), por parte no sólo del propio Estado, sino de la comunidad internacional. La demanda de justicia pasa por la de que el Estado reconozca que usó la maquinaria represiva para acallar un movimiento popular. De ahí la necesidad de re-construir la historia, testimonialmente y con base en la desclasificación de archivos, para reconocer a los muertos, a los asesinados, a los detenidos y torturados, a los desaparecidos, a la población que fue humillada por la ‘autoridad’(ilegítima e inmoral); para juzgar a los responsables intelectuales y materiales de los crímenes de Estado (desde los más bajos niveles de mando y obediencia de los cuerpos policiacos y parapoliciacos, militares y paramilitares, autoridades políticas y administrativas, hasta los más altos, secretarios de estado, funcionarios del gabinete y expresidente de la República); y para garantizar la no-repetición, el “nunca más” aclamado en los setentas en el Cono Sur.
Sin embargo, la experiencia nos ha demostrado que no podemos dejar esta re-construcción histórica en manos de quienes detentan el poder, sean quienes sean, pues la tarea es de quienes sabemos que para construir alternativas más justas de vida, es necesario conocer la historia de impugnación, resistencia y lucha antisistémica, y hacerla nuestra es más que contarla y recontarla, más que rememorar y conmemorar a los caídos, más que sentir rabia, más que repetir hasta el hartazgo lo terrible que fue. Es necesario apropiarnos del contenido disruptivo e impugnador que el movimiento tuvo; procesarlo, digerirlo, incorporarlo a una memoria histórica más vasta, que incluya, implique y conecte experiencias diversas de lucha social. Esto para que el “nunca más” no sea una falaz promesa emitida desde arriba y desde afuera, sino una garantía que podamos darnos a nosotros mismos, cada día más convencidos que es la autoorganización autónoma, la toma en nuestras manos de nuestros destinos la que, en todo caso, podrá impedir que la fuerza bruta de la racionalidad militar, policíaca y tanática que habita en cada nuevo “dueño” del poder gubernamental, sea la que se imponga por encima de los poderes e intereses comunes, populares, republicanos.
A diferencia de la opinión general que se manifiesta en el mundo de los ahora “adultos” (frases tipo “yo también fui revolucionario cuando era joven”, “yo fui como tú”, y sandeces similares), la posición de mi papá sigue estando del lado de la rebeldía, de la impugnación al sistema global de injusticia que el capitalismo entraña, de la ruptura con las formas tradicionales de concebir la política y ‘canalizar’ el descontento social. Me jacto, pero lo digo emulando la modestia que a él lo caracteriza: mi papá no es un detractor de su propia experiencia. Tampoco considera el fin de aquel movimiento estudiantil y popular como una derrota. Él no acabó la carrera de ciencias políticas; se fue hacia la literatura, hacia la calle, a la experiencia, a la vida rota, no planeada, no institucionalizada ni institucionalista. A lo largo de su vida ha desplegado su muy peculiar modo de ser, de pensar, y actuar –al margen de los designios socioculturales y político-económicos que el capitalismo y el patriarcalismo pretender imponer en cada oportunidad, compulsivamente--. Mi papá vive la calle, la ciudad, con quienes en ellas viven, y sus ‘armas’ de lucha o, bien, ‘dispositivos’ de resistencia son la poesía, la imaginación, el amor, el juego, y un gran sentido del humor; establece relaciones muy fácilmente, con cualquiera, ante cualquier oportunidad, como lo hacían las brigadas estudiantiles en el 68, sólo que ahora bajo cualquier pretexto y sin consigna. Quizás, en todo caso, lo sigue guiando la misma convicción, la misma rabia, el mismo amor que lo guiaba entonces: el amor a la libertad.
Tal es la herencia, la memoria, el legado que la generación puede dejarnos, si queremos tomarla. El movimiento estudiantil mexicano del 68 ‘tomó la palabra’, como lo hicieran los estudiantes en París o tantas otras ciudades del mundo ese mismo año, pero no a cuenta de su ‘juventud’, de su especificidad estudiantil, clasemediera o ‘ilustrada’ (como alegan algunos) sino en nombre de lo que había estado innombrado, y se pretendía innombrable, en las acciones y discursos públicos hasta entonces pronunciados: la libertad. Claro, cada movimiento tuvo sus peculiaridades, sus rumbos, sus asegunes, sus variables, sus finales. Pero no podemos olvidar, aunque no hubiera más museos, más libros, más memoriales, que el mundo fue otro, después de 1968. Las exigencias de libertad de asociación, expresión, manifestación pública; la demanda de desaparición de los cuerpos represivos y de las leyes de disolución social –ahora la conocemos como criminalización de la protesta social--; y la demanda de liberación de presos políticos siguen estando en la agenda civil, republicana, democrática y libertaria. Se trata de quiénes la tomamos en nuestras manos, y cómo nos organizamos para defenderla.
Sin mayores pretensiones que la de la solidaridad, mi papá, mi mamá y mi hermano hacen guardias conmigo y mis compañeros en la huelga. Largas conversaciones tengo con papá sobre las posibilidades de la autogestión, sobre los caminos que nos quedan, a ambos, para defender nuestro derecho a vivir como queremos, humilde pero dignamente, en este mundo, que a pesar de injusto y cruel, encontramos bello, en gran medida bello gracias a las experiencias de resistencia y lucha por la autonomía y la libertad de que esta plagada la historia local y humana.
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