Lichfrida Carles en el parque.

Lichfrida Carles está comiéndose un helado de kiwi sentada en la banca de un parque. Inventa conflictos diurnos que le masturban la ansiedad. Después de cada venida se derrite una gota que cae al suelo como chaparrón de hormigas. Su cuerpo ni se inmuta. El día recorre un viaje largo en soles con las maletas repletas de rayos que le queman las manos. Lichfrida recorre con la punta de la lengua la bola chiclosona de hielo verdiamarillo. Después de sondear los resultados de preguntas complicadas y respuestas posibles sobre su vida ordinaria y aburrida, decide que mejor indagará de otra manera, de otro sazón. Se levanta con parsimonia para acercarse al don del carrito de paletas. Le compra una de grosella, como para no errar. Regresa a la misma banca, y reinicia el juego metafísico. Mira fijamente los ojos de la paleta. La increpa, pues el nuevo sabor le ha dado fuerza y confianza para amarrar navajas: ¿Y qué si todas estas preguntas las confeccionas tú detrás de mi espalda? ¿Tú, la que requiere de respuestas?
Mordisquea retante. Pero la paleta completa se le cae al suelo.

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