Tea Moreno no siente ninguna vergüenza para posar voluntariamente desnuda en medio de la Plaza de Santo Domingo; a ver si algún fotógrafo que la retrate, un artista que la pinte, un impresor que digite sus huellas dactilares en una piel ajena. Una impresión que la transmute y la convierta en estatua de piedra virreinal o en papel de invitaciones. Un tacto mágico que la convierta en vestigio del asombro.
Los transeúntes la miran, y los vendedores le chiflan. Unos chiquillos de 3 a 8 años acercan su sorpresa a carcajadas, y con sus dientes la convierte en mazorca alada.
Tea moreno se desprende de su cuerpo y vuela sobre el primer cuadro de la ciudad.
Una lluvia de elotitos se anuncia en el periódico vespertino, y las aves grises y los mendigos de las plazas desayunan sin tener que salir ese día a estirar el pico o la pata.
Después de unos días, todos olvidan el suceso. En esta ciudad, desde adentro, y en el fondo, puede suceder cualquier cosa.

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