A Lichfrida Carles se le agrieta el rostro cuando piensa. La palabra futuro le hace cosquillas en la garganta y la sien, pero conforme se extienden sus vocales la cosquilla va recorriendo con zapatos de metal de la nuca a la cabeza, hasta que un ruido de fábrica se instala en la bodega de sus ilusiones. Lichfrida aprieta los labios para contener el dolor, pero un músculo del cachete se le atora con las muelas, y sangra.
La palabra futuro corta, corta hasta detenerle el aliento. Entonces Lichfrida cambia de palabra; escoge infancia, para acolchonar. Y de esa palabra emerge el eco de los gritos, las risotadas, los cuchicheos colegiales, el llanto en la estación de camiones, trinos de aves en la playa, Yuri cantando pasa ligera la maldita primavera en la radio en medio de un fuerte olor a cloro y pino. El olor nubla la vista desde dentro. Y Lichfrida cae de rodillas a la cama, intentando con bocanadas de aire tomar un libro que le brinde guarida. Acerca uno cercano, y querido, Obras completas de César Vallejo.
Las yemas de los dedos pasan las hojas, y salta trilce a cobijarle el espanto. Lichfrida permite que su dolor avance a tientas sobre la cama, y después se interna el mar. Esa noche un ostión en su concha es capturado por los pescadores de algún puerto escondido en las costas de Petatlán.

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