Tea Moreno se siente verde.

Tea Moreno se siente verde. Su boca está seca, y su respiración es difícil. El pulso es indeciso. Pero no tiene mucho tiempo para detenerse a reparar en la causa o cura de estos síntomas. Trae bajo el brazo un fólder con documentos para firma.
Camina por la calle de Argentina esquivando las cuerdas que sostienen mantones de plástico barato; rojos, verdes, azules, de repente un amarillo o naranja. Mismo material con que hacen los impermeables que venden en los partidos de los pumas o en las marchas antibélicas o estudiantiles. Debajo de ese techo informe y multicolor habitan seres oscuros con la mirada puesta cada quien en distinto pedazo de lo visible. Un libro, una olla con arroz, un garrafón que vierte su líquido, un bebé que se amamanta intranquilamente, un vendedor de pulseras, un loco de barbas sin casa que revienta botellas en el piso, justo en un sitio donde cuelga un letrero que dice “respete la imagen de la calle. no tire basura”. Un ciclista que comienza el recorrido en contrasentido de Tea le susurra con maliciosa valentía, reiiiiina. Tea vuelve a sentirse verde y temblorosa. Y deja la observación para apresurar el paso, pero aguza el oído. Suena, desde la esquina del Carmen, una tambora pirateada, una tambora tecnopunchis que parece dirigir los movimientos de aquel cruce de caminos. A su ritmo se levantan los puestos, se cierran bolsas, se cargan cajas, se conducen carritos con mercancías chinas, se venden aguas de sabor refrigerado, se barre y se tira basura, independientemente de lo que digan los cientos de letreros pintados a mano que hay por todos lados. Todos están concentrados, pero todos gritan cuando se hablan, todos se chiflan cuando se tocan, todos se escupen de espaldas. Un bicitaxi roza intempestivamente la espalda de Tea, va por a’i, va por aí. Tea reverdece.
El recorrido termina donde comienza la puerta. Un policía guarece un centro cultural que casi nadie visita, pero en el que trabaja mucha gente. Entran y salen como si adentro se repartieran papeles importantes para la vida. El lugar tiene un aspecto de casi hermoso, pero huele como si sus muros le dolieran de ausencias. El edificio está a punto de llorar, pero las piedras hoscas se lo impiden. El edificio es un niño encabronado, enamorado, abandonado. Viste un traje de fiesta desde hace sesenta o setenta años que trae a colación la imagen de una gala congelada, cuyos comensales se hicieron de seda. La respiración de Tea se detiene frente a aquella monumental tristeza. El policía está destraido, y ella –que prefiere no dejar registro de su paso esa tarde por ahí—se escabulle sin que nadie observe su presencia. Sube aceleradamente las escaleras, de dos en dos escalones para hacer más ejercicio, como si lo requiriera, como siempre. Abre con las dos manos una puerta de madera inmensa, cuadriculada con mil puertecitas, una puerta de madera buena y vieja, que deja su vaho en el abrirse y cerrarse. Tea atraviesa un umbral. Todo el ruido se va. Todos los olores se escapan. Entra a una oficina recién abandonada. Las computadoras están prendidas, las puertas de los cubículos abiertas, alguna de ellas oscila todavía, los foquitos de las máquinas eléctricas todavía tintinean, una cafetera escupe las últimas gotas sobre una taza que se desborda, se oye el eco del último jalón del escusado, las ventanas se azotan, y un teléfono suena insistentemente. Tea espera, no da ni un paso. Espera a que algo o alguien regrese. Y nada ni nadie regresan. Tea Moreno puede darse cuenta que todo tiene un tono sepia, que todo está fuera de foco. Pero no se mueve. Su respiración se agita, una súbita taquicardia le muerde el corazón. Trastabillean sus huesos y dientes. El sudor le recorre el cabello y le chorrea las manos. El escalofrío le deshilacha los calcetines. La madera del suelo cruje, y ella sigue sin dar un solo paso. El fólder con los papeles a firma que lleva en las manos se le resbala y cuando cae se oye un estrepitoso quebrar de ventanales. Sus ojos se cierran, y se desvanece. Pero otro cuerpo la retiene, la carga y la lleva a una silla. Le da de beber un poco de agua, y la mira fijamente. ¿Qué desea?, le pregunta. Venía a que me firmaran estos papeles, son urgentes. No te preocupes, orita yo te los recibo. Déjame encontrar el sello de recibido, a ver, por aquí está, ajá, y son las siete y media, okei, listo. Aquí está tu acuse de recibido, y la firma facsimilar del director. Tea está mareada...y escucha a medias lo que le dicen. Toma su fólder y recupera las fuerzas para levantarse y llegar hasta la puerta. Un suspiro de árboles fríos acompaña su andar hasta la pesada puerta. Se detiene antes de abrirla. Está dispuesta a salir, pero decide mirar para atrás, en la silla de la recepción no hay nadie, y todas las luces están apagadas. Iluminan el piso los últimos rayos solares, y la sombra de un cuerpo ajeno desaparece. Entonces Tea se siente verde, se le parten los labios y la lengua. Se le atraviesa el aire en la garganta. Un dolor de uñas se le encaja en el vientre. Pero no tiene mucho tiempo para detenerse a reparar en la causa o cura de estos síntomas.Camina por la calle de Honduras esquivando las cuerdas que sostienen puestos ambulantes. Trae bajo el brazo un fólder con documentos para firma.

Comentarios

Entradas populares