NOVO PÍREZ. SIGUIENTE ENTREGA.
Comencé diciendo que se despertaría el 13 de junio alarmado por estar solo en el edificio. No estaba más que recreando el sentimiento del abreojos instantáneo después de haber larga nochemente dormido y en profundidad, cuando un trinar de pájaros ajenos, la escoba restregando la banqueta, el tupido tránsito y distinto, o solo una pared blanca aparecen ante tus ojos y tus oídos para decirte, tú no estás aquí, aquí se fue, estás en otra cama, no es la tuya.
La sensación dura unos segundos, porque la bondadosa memoria viene a recordarte en casa de quién dormiste. Estoy segura de que eso sólo ocurre cuando de veras te duermes en casa de veras distinta, de veras. Porque ese instante de incertidumbre incluye no reconocer paredes, olores, ruidos matinales. Claro, cuando amaneces crudo, la cosa es distinta. Pero estaba yo queriendo despertar a Novo el 13 de junio, alarmado por estar solo en el edificio. Pero no era eso. Se despertó y tuvo la tímida incerteza de estar, ahí, despierto, y completo. Se le figuraba que había dormido con la anfitriona de la fiesta, pero de seguridad: nones. Avanzó semidesnudo a tientas, ojos abiertos a medias tintas, hacia el baño: nones. Entró a todos los cuartos, la cocina, el refrigerador, la alacena: no había nada ni nadie. Pero en serio que nada. Nada, ni una lata de sardinas ni un frasco de medicinas caducas, ni un calcetín por ahí tirado. Ni rastro de la princesa. ¡Qué raro! Pero no se ve que se haya hecho la limpieza, y de todos modos no quedan rastros de lo de anoche. ¡Abárbaro! ¡Estuvo buenísimo!
Pero no me gustaba tanta desolación. Ahora que lo pienso me emputo con el ser extraño que lo trajo, lo fiestó, lo traqueteó, lo restregó, se lo comió, y cuando el hombre hurgó en las cavernosas tripas de la ballena, descubrió que ya estaba totalmente afuera. No hay huellas de compañeros con la misma suerte, y ni siquiera hay jugos gástricos para desayunar. El tipo fue hecho mierda, cagado, pues.
Entonces, aquél sentimiento del principio fue lo más placentero del asunto, duró dos segundos, pero fue la repetición de un estado del cuerpo y la conciencia, conocidos, reconocidos, pero no rituales. Y esos momentos, yo no sé otros, pero para mí, son de lo más placentero.
Pero todo lo que siguió al caminar semidesnudo fue nomás una comprobación: tanta blancura, tanto vacío, era nomás que el disfraz del escusado en que lo habían echado. Y él nunca oyó el chuclún de su persona caer en el abismo. Aunque quizá el abismo no es un ‘lugar’ en que ‘se cae’; en este caso, las indicaciones gestuales y las guturalizaciones, los eructos y los pedos escapados, eran señal clara de una cosa: en el abismo se está, es un estado del ánimo. La mierda que uno siente que es, ¿uno la es o uno se la embarra o alguien lo pone a uno en el mojón?
A él lo cagaron. En todo el pinche lugar blanco, blanco, sólo había agua en el piso, como queriéndose inundar la casa ¡eh? No estaba su ropa, ni sus zapatos, ni su reloj, ni su cartera, ni su mochila, ni sus cuadernos, ni su discman, ni su celular, ni las llaves de su taxi, ni su agenda, ni el dinero, ni el peine, ni una nota.
Novo después de darse cuenta que era mierda se cagó de la risa. Soy un pendejo, sigo soñando. Se fue a meter a la cama de nuevo, que ya no tenía sábanas. Le costó un chingo de trabajo dormirse; muévese pa’cá, pa’llá, de lado, bocabajo, bocarriba, la almohada entre las piernas, el brazo me estorba, el pelo me pica, pinche solazo, qué calor, jijos, aaaahhh, mjrrr, mjrrrr, mrrrr, rrrrr. Hasta que por fin se durmió.
Yo estaba creyendo que Novo había soñado lo del desierto, lo que siempre nos contamos que lo soñamos idéntico, y repetido. Que estamos, cada quien en su sueño, cada quien solito, solitario; que estamos bocabajo en el agua; nuestra cabeza desde adentro mira el agua, es como un mar, o como la alberca de la de Azul, de Kievslowski, así, límpida, ligera, transparente. No necesitábamos respirar en el agua, ni nos dolían los ojos, por la sal o por el cloro, entonces veíamos hacia abajo, hacia el fondo, y era una sensación de calma infinita, pero de repente había que respirar: sacar la cabeza.
En esto coincidimos Novo y yo: flotamos o algo nos carga desde arriba, pero nuestro cuerpo no pesa. Cuando tratamos de sacar la cabeza, está ya en régimen la ley de la gravedad universal, y el cuerpo pesa, pero igual se queda la sensación de estar flotando. Yo saco la cabeza, como ahogándome, y Novo también, y resulta que lo único que podemos ver a 180º. grados es un desierto de piel hermosa [palabras de Novo], con rastros de flores. Yo nunca he ido, pero imagino que es como el Desierto Florido, en Chile, cuando no ha floreado. Pero justo en el lugar que ocupamos nosotros, todo es pantanal o lodazal. Estamos bocabajo, cabeza incorporada, brazos y manos en posición de lagartijas, sintiendo todo el peso de una incierta soledad, solitud, solitariedad, solez; todo ahí mismo. Y no podemos salir de ahí. La sensación dura un rato, pero no es fea; incluso, la imagen es mucho más bella que la calma del agua y sus profundidades y allá abajo. Ahí me despierto yo, ahí se despierta Novo. Ambos nos tocamos, nos besamos, nos contamos el sueño, y es idéntico. Pero él está muy lejos mío, y yo muy lejos suyo, y nuestro tocarnos y besamos se diluyen en las cartas, y sólo permanece en el tacto, la memoria y el olfato, ese desierto de piel hermosa.
Pero no, Novo no soñó eso. Soñó que lo descubrían; que alguien seguía las pistas para dar con su secreto. Y sufre mucho por eso. Es que el pobre no puede evitar el vicio; casi todos los días, al caer la noche, sea horario de invierno, de verano o disfrazado, sale a hacer lo mismo. Y nadie lo sabe. Pero es un vicio. Bueno, yo lo sé por que entre Novo y yo no se han dibujado más fronteras que la de la distancia y el tiempo, nada más. Y, por supuesto, no soy yo quien piensa que eso sea un vicio. Pero él insiste, dale que dale con que lo quiere dejar, y no puede. A mí me parece que está bien. Y me gustaría que me llevara un día para ver cómo lo hace, pero él siente que lo descubrirían. No lo sé. Etsageraaaas, le digo. Y me dice: nooo. Y le digo: síííí. Etsageras.
Cuando aquella persona estaba a punto de descubrirlo, vestida con su gabardina negra, y su pelo rosa, el sueño se adensa; todo es menos nítido, más baboso. Siente como que abraza una masa amorfa de carne de res o plastilina con saliva, y no puede evitarlo, porque siente mucho frío en la espalda y sólo de ahí sale calor, no hay sol. Entonces, con su cuerpo, con sus manos, con su sexo, comienza a moverse para darle forma a la masa; menea las caderas, aprieta con los dedos, la verga se le para, y penetra, y entra; ya entrado, entra en besos, y besa, y lo besan. Despierta. Ora sí se despierta, y la mujer que está a su lado, es la anfitriona de la fiesta.
13 de junio; llueve afuera.
Comencé diciendo que se despertaría el 13 de junio alarmado por estar solo en el edificio. No estaba más que recreando el sentimiento del abreojos instantáneo después de haber larga nochemente dormido y en profundidad, cuando un trinar de pájaros ajenos, la escoba restregando la banqueta, el tupido tránsito y distinto, o solo una pared blanca aparecen ante tus ojos y tus oídos para decirte, tú no estás aquí, aquí se fue, estás en otra cama, no es la tuya.
La sensación dura unos segundos, porque la bondadosa memoria viene a recordarte en casa de quién dormiste. Estoy segura de que eso sólo ocurre cuando de veras te duermes en casa de veras distinta, de veras. Porque ese instante de incertidumbre incluye no reconocer paredes, olores, ruidos matinales. Claro, cuando amaneces crudo, la cosa es distinta. Pero estaba yo queriendo despertar a Novo el 13 de junio, alarmado por estar solo en el edificio. Pero no era eso. Se despertó y tuvo la tímida incerteza de estar, ahí, despierto, y completo. Se le figuraba que había dormido con la anfitriona de la fiesta, pero de seguridad: nones. Avanzó semidesnudo a tientas, ojos abiertos a medias tintas, hacia el baño: nones. Entró a todos los cuartos, la cocina, el refrigerador, la alacena: no había nada ni nadie. Pero en serio que nada. Nada, ni una lata de sardinas ni un frasco de medicinas caducas, ni un calcetín por ahí tirado. Ni rastro de la princesa. ¡Qué raro! Pero no se ve que se haya hecho la limpieza, y de todos modos no quedan rastros de lo de anoche. ¡Abárbaro! ¡Estuvo buenísimo!
Pero no me gustaba tanta desolación. Ahora que lo pienso me emputo con el ser extraño que lo trajo, lo fiestó, lo traqueteó, lo restregó, se lo comió, y cuando el hombre hurgó en las cavernosas tripas de la ballena, descubrió que ya estaba totalmente afuera. No hay huellas de compañeros con la misma suerte, y ni siquiera hay jugos gástricos para desayunar. El tipo fue hecho mierda, cagado, pues.
Entonces, aquél sentimiento del principio fue lo más placentero del asunto, duró dos segundos, pero fue la repetición de un estado del cuerpo y la conciencia, conocidos, reconocidos, pero no rituales. Y esos momentos, yo no sé otros, pero para mí, son de lo más placentero.
Pero todo lo que siguió al caminar semidesnudo fue nomás una comprobación: tanta blancura, tanto vacío, era nomás que el disfraz del escusado en que lo habían echado. Y él nunca oyó el chuclún de su persona caer en el abismo. Aunque quizá el abismo no es un ‘lugar’ en que ‘se cae’; en este caso, las indicaciones gestuales y las guturalizaciones, los eructos y los pedos escapados, eran señal clara de una cosa: en el abismo se está, es un estado del ánimo. La mierda que uno siente que es, ¿uno la es o uno se la embarra o alguien lo pone a uno en el mojón?
A él lo cagaron. En todo el pinche lugar blanco, blanco, sólo había agua en el piso, como queriéndose inundar la casa ¡eh? No estaba su ropa, ni sus zapatos, ni su reloj, ni su cartera, ni su mochila, ni sus cuadernos, ni su discman, ni su celular, ni las llaves de su taxi, ni su agenda, ni el dinero, ni el peine, ni una nota.
Novo después de darse cuenta que era mierda se cagó de la risa. Soy un pendejo, sigo soñando. Se fue a meter a la cama de nuevo, que ya no tenía sábanas. Le costó un chingo de trabajo dormirse; muévese pa’cá, pa’llá, de lado, bocabajo, bocarriba, la almohada entre las piernas, el brazo me estorba, el pelo me pica, pinche solazo, qué calor, jijos, aaaahhh, mjrrr, mjrrrr, mrrrr, rrrrr. Hasta que por fin se durmió.
Yo estaba creyendo que Novo había soñado lo del desierto, lo que siempre nos contamos que lo soñamos idéntico, y repetido. Que estamos, cada quien en su sueño, cada quien solito, solitario; que estamos bocabajo en el agua; nuestra cabeza desde adentro mira el agua, es como un mar, o como la alberca de la de Azul, de Kievslowski, así, límpida, ligera, transparente. No necesitábamos respirar en el agua, ni nos dolían los ojos, por la sal o por el cloro, entonces veíamos hacia abajo, hacia el fondo, y era una sensación de calma infinita, pero de repente había que respirar: sacar la cabeza.
En esto coincidimos Novo y yo: flotamos o algo nos carga desde arriba, pero nuestro cuerpo no pesa. Cuando tratamos de sacar la cabeza, está ya en régimen la ley de la gravedad universal, y el cuerpo pesa, pero igual se queda la sensación de estar flotando. Yo saco la cabeza, como ahogándome, y Novo también, y resulta que lo único que podemos ver a 180º. grados es un desierto de piel hermosa [palabras de Novo], con rastros de flores. Yo nunca he ido, pero imagino que es como el Desierto Florido, en Chile, cuando no ha floreado. Pero justo en el lugar que ocupamos nosotros, todo es pantanal o lodazal. Estamos bocabajo, cabeza incorporada, brazos y manos en posición de lagartijas, sintiendo todo el peso de una incierta soledad, solitud, solitariedad, solez; todo ahí mismo. Y no podemos salir de ahí. La sensación dura un rato, pero no es fea; incluso, la imagen es mucho más bella que la calma del agua y sus profundidades y allá abajo. Ahí me despierto yo, ahí se despierta Novo. Ambos nos tocamos, nos besamos, nos contamos el sueño, y es idéntico. Pero él está muy lejos mío, y yo muy lejos suyo, y nuestro tocarnos y besamos se diluyen en las cartas, y sólo permanece en el tacto, la memoria y el olfato, ese desierto de piel hermosa.
Pero no, Novo no soñó eso. Soñó que lo descubrían; que alguien seguía las pistas para dar con su secreto. Y sufre mucho por eso. Es que el pobre no puede evitar el vicio; casi todos los días, al caer la noche, sea horario de invierno, de verano o disfrazado, sale a hacer lo mismo. Y nadie lo sabe. Pero es un vicio. Bueno, yo lo sé por que entre Novo y yo no se han dibujado más fronteras que la de la distancia y el tiempo, nada más. Y, por supuesto, no soy yo quien piensa que eso sea un vicio. Pero él insiste, dale que dale con que lo quiere dejar, y no puede. A mí me parece que está bien. Y me gustaría que me llevara un día para ver cómo lo hace, pero él siente que lo descubrirían. No lo sé. Etsageraaaas, le digo. Y me dice: nooo. Y le digo: síííí. Etsageras.
Cuando aquella persona estaba a punto de descubrirlo, vestida con su gabardina negra, y su pelo rosa, el sueño se adensa; todo es menos nítido, más baboso. Siente como que abraza una masa amorfa de carne de res o plastilina con saliva, y no puede evitarlo, porque siente mucho frío en la espalda y sólo de ahí sale calor, no hay sol. Entonces, con su cuerpo, con sus manos, con su sexo, comienza a moverse para darle forma a la masa; menea las caderas, aprieta con los dedos, la verga se le para, y penetra, y entra; ya entrado, entra en besos, y besa, y lo besan. Despierta. Ora sí se despierta, y la mujer que está a su lado, es la anfitriona de la fiesta.
13 de junio; llueve afuera.
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