Vástagos de la tristeza, parece no extrañarnos el impostergable
aullido de los crepúsculos.

Vamos tranquilos con el aliento a secas.
Adentro de la olla se condensa el hervor de nuestras pesadumbres, nuestros lastres.

Trabajo le cuesta
a la ventisca de los días
cargar con nosotros.
Estamos más asidos a los musgos,
la tierra y las lombrices
de lo que creemos.

Pega un grito de terror el azular del aire
y estallo en llantos
porque no sé tolerar el contagio de los miedos;
me hundo acuclillada entre tus piernas
para disolverme en el roce,
en el sudor.

Cierro los ojos, los oídos.
Cierro la nariz y la garganta.
Vuelvo a la posición fetal,
y el amado es la madre
contra la que levanto un ventantal inmenso.

Los muñequitos del infierno se me quedan colgados de las manos.
No me sirven ni el dolor ni el delirio.
No me carcome la certeza del amante.

Lloro de dudas,
de emoción nocturna. Ruido de abejas
con tendencia a helicóptero de sangre.
Tiemblo de calendarios,
tiemblo de necesidad.
Agudizo el grito
para pedir auxilio, pero
mi voz no me nombra,
y los que están no escuchan
y los que escuchan no saben que están.

No habla la boca por mí
sino el estertor.

Se detiene el retumbar, el titaquear de las venas.
Se sorprende ante el espejo
nuestro corazón,
porque
el mío
está dejando de latir
y yo miro alrededor
y ya todo es un montón de sal.

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